Page 85 - Santa María de las Flores Negras
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                  palabrería y que mejor se apuran en hallar el boliche, que él está necesitando con
                  urgencia beber un trago.

                         —El jovencito está sacando las garras —dice serio Olegario Santana.
                         —Como decía mi abuela: «Quien con  lobos anda, al tiempo aúlla» —se
                  defiende Idilio Montano.

                         Y bajando la vista al suelo, agrega acontecido:
                         —Lo que pasa es que necesito un trago para olvidar.
                         —¡Qué olvidar ni qué ocho cuartos! —le corta brutalmente José Pintor—. Lo
                  que tiene que hacer ahora mismo, muchacho, es agarrar a la tórtola y darle un
                  buen beso en la boca. Si hay que ser ciego de nacimiento para no darse cuenta de
                  que la niña está que se despicha por su persona, pues hombre.
                         —Pero antes tiene que dejarse crecer mostachos, compadrito —tercia
                  huasón Domingo Domínguez, abrazando fraternalmente al herramentero—. ¿O
                  acaso no le dijo nunca su abuela que para las mujeres un beso sin mostacho es
                  como un huevo sin sal?

                         —Con sal o sin sal, lo que tiene que hacer es agarrarla del moño y robarle
                  un buen beso —insiste el carretero—. ¡Y delante de la madre!
                         —De tan señora que es doña Gregoria, no sé si aguantaría que le vinieran
                  a faltar el respeto de esa manera —replica pensativo Olegario Santana.
                         —No sé por qué me tinca que Olegario está más enamorado que el
                  volantinero —se echa a reír Domingo Domínguez.
                         —¿Enamorado de quién? —pregunta José Pintor.

                         —¿Cómo que de quién? ¡De Gregoria Becerra, pues compadre! —exclama
                  el barretero sin dejar de reír.
                         —Y por algunas miraditas que yo  he sorprendido por ahí, creo que le
                  corresponden en toda la línea —dice Idilio Montano, mirando  amigablemente a
                  Olegario Santana.

                         A José Pintor se le encapota el rostro abruptamente. Pero no dice ni mus.

                         Media cuadra antes de llegar a donde se supone está la bodega de licor, se
                  topan con los obreros de la Confederación Perú-boliviana. A ambos se les nota la
                  consternación cincelada en el rostro.  Que no hace ni un par de horas, cuentan
                  compungidos los hombres, el despachero  ha sido sorprendido por la policía
                  municipal y que, además de haberlo castigado con una multa de cien pesos, le
                  han cerrado la bodega. Que si acaso ellos no creen que es demasiado castigo
                  para ese pobre cristiano, dicen los confederados, abrazándose con gran aparato y
                  haciendo como que lloran desconsoladamente.








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