Page 9 - Santa María de las Flores Negras
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inmediato, sin ninguna clase de contemplaciones por la familia, y una represión
siniestra para los cabecillas de la rebelión, como llamaban ellos al acto legítimo de
pedir aumento de salario. Ahora la cosa era distinta. Se sabía, por los diarios de
Iquique, que varios gremios de embarque de ese puerto salitrero se habían
declarado también en huelga. De modo que ya no éramos los únicos. Y es que si
la carestía de la vida producida por la baja de la moneda era malo para el país
entero, para los pampinos resultaba angustiante y nefasto. El cambio de la libra a
ocho peniques nos había rebajado el sueldo en casi un cincuenta por ciento,
mientras que en las pulperías, de propiedad de los mismos oficineros, el precio de
los artículos había subido al doble. ¡Si una sola marraqueta de pan costaba un
peso enterito! ¡O sea, la cuarta parte del salario nuestro de cada día, paisanito, por
la poronga del mono!
Y todo eso le dijimos al gringo Turner cuando, luciendo botas de montar, su
cachimba entre los dientes, y ciñendo su cucaleco de safari que no se quitaba ni
para tomar el té de las cinco, se dignó a encararnos en el porche del edificio.
Resguardado por el sereno mayor que nos apuntaba con su rifle, mientras el calor
del mediodía hacía crepitar las calaminas, el gringo nos oyó como se oyen ladrar
los perros a la distancia. Endureciendo aún más la desdeñosa expresión de su
rostro mofletudo, sin dejar de masticar su cachimba, con su jodido acento
extranjero, nos dijo lo que ya sabíamos de antemano que nos iba a decir —lo
mismo que decían siempre todos los administradores de todas las oficinas cada
vez que los operarios se atrevían a pedir algunas mejoras salariales—: que él no
estaba autorizado para esos menesteres de beneficencia; que debía consultar a la
gerencia central en Iquique; que mañana, o tal vez pasado mañana, nos podría
dar una respuesta. Sólo tal vez.
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