Page 13 - Santa María de las Flores Negras
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                  al campamento —nosotros íbamos demasiado decididos como para echar pie
                  atrás—, luego de conferenciar y discutir fuerte con los operarios, conseguimos que
                  la mayoría abandonara su trabajo, pararan las máquinas y se unieran a la huelga.
                  Después, la procesión se prolongó hacia  otras oficinas aledañas, engrosándose
                  cada vez más con la gente que se nos arrejuntaba por el camino. En nuestro
                  arduo recorrido por la pampa logramos apagar los fuegos de seis oficinas: Santa
                  Lucía, La Perla, San Agustín, Esmeralda, Santa Clara y Santa Ana. Entre todas
                  ellas totalizaban más de dos mil obreros comprometidos. Nos sentíamos
                  inflamados de orgullo. De un día para otro, nuestro movimiento de reinvindicación
                  proletaria tomaba una fuerza inesperada, se convertía en uno de esos gigantescos
                  remolinos de arena que diariamente cruzaban las llanuras pampinas. Era por fin la
                  unión de los trabajadores salitreros que esperábamos y soñábamos desde hacía
                  años.

                         El viernes por la mañana, Domingo Domínguez y José Pintor llegan
                  tempranito a la casa de Olegario Santana. Vienen acompañados de Idilio
                  Montano, un joven herramentero que en septiembre recién pasado, durante las
                  celebraciones de Fiestas Patrias, se había hecho famoso en San Lorenzo por
                  haber resultado campeón en la competencia de volantines. Con un cometa blanco
                  que llevaba la cabeza de un puma en su centro, y el hilo curado con colapí y vidrio
                  molido, Idilio Montano había mandado a las pailas a cuanto contendiente se le
                  puso por delante en las comisiones. El  joven, de rostro aindiado y aspecto
                  lánguido, es el único herramentero de las calicheras con el que Olegario Santana
                  cruza algunas palabras cuando llega a reponer las herramientas.

                         Apertrechados de sus respectivas botellas de agua y algunos cueros de
                  animales para echarse a dormir por la noche, los amigos vienen a buscar al
                  calichero para que los acompañe en la empresa. La orden del día es partir de
                  inmediato hacia el pueblo de Alto de San Antonio, pues se ha corrido la bolina que
                  el Intendente de la Provincia subiría a conversar con los huelguistas para ver la
                  forma de darle solución al pleito. Que gente de todo el cantón está marchando
                  hacia el pueblo. «¡Esto agarra vuelo, hermanito!», le dicen eufóricos los amigos.

                         Idilio Montano, tratándolo respetuosamente de don, le informa que como es
                  viernes trece, muchos pampinos supersticiosos habían querido suspender las
                  actividades por ese día, pero que el conflicto ha seguido su curso contra todos los
                  malos vientos. Y que incluso se sabe de oficinas de otros cantones que se han
                  plegado a la huelga. Como Olegario Santana no termina de mostrarse muy
                  convencido, Domingo Domínguez, en un  tonito displicente y sobajeando su
                  amazacotado anillo de oro, le advierte que San Lorenzo se está quedando vacío
                  de hombres; que un grupo de mujeres, de esas matronas fornidas y de armas
                  tomar, se han concertado para bajarle  los pantalones en público a todos esos
                  «monigotes amajamados» que se están haciendo los lesos en el campamento y
                  aún no se deciden a plegarse a la huelga y partir a Alto de San Antonio. «De modo
                  que lo mejor que puede hacer, compadrito lindo, es empilcharse rápidamente y
                  venirse con nosotros». El carretero José Pintor, que siempre anda masticando un





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