Page 7 - Santa María de las Flores Negras
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piltrafas de carne, desechos rancios que el gordo carnicero de la pulpería le
vendía a chaucha el kilo.
Después de algunos afanosos intentos de vuelo, una mañana de sábado, al
salir al trabajo, los jotes lo sorprendieron al elevarse, al unísono, en una perfecta
maniobra de despegue. Deslizándose livianamente en el aire lo siguieron hasta el
mismo trabajo. Desde entonces y cada día de la semana los pajarracos lo
acompañan en su camino hasta llegar a las calicheras. «Por allá viene Olegario»,
dicen los demás viejos al divisar los jotes en el cielo. Por el resto del día, mientras
él cumple con su jornada fragorosa, los pajarracos se pierden detrás de los cerros
en busca de alimento. Al caer la tarde, a la hora de la puesta del sol, reaparecen
para acompañarlo de vuelta a casa. En las ocasiones en que Olegario Santana se
queda acopiando caliche hasta más tarde y llega a casa ya con noche, se halla a
los dos jotes, uno junto al otro, instalados impávidamente sobre el techo. Una
tarde, luego de una jornada particularmente dura, en que además había muerto un
operario alcanzado por una explosión de pólvora, el calichero llegó enrabiado y
quiso echarlos a piedrazos del techo. Pero en medio de la trifulca y el escándalo
de los vecinos, le fue imposible hacerlo. Los jotes se elevaban, revoloteaban un
rato y luego volvían a posarse en las calaminas, inmutables. «Usted es como su
mamá, pues, amigazo» lo jorobaron todo el resto del mes sus compañeros de
calichera.
El recorrido de los huelguistas por la pampa es fructuoso. En verdad los
operarios no se hacen mucho de rogar y en medio de un alegre chivateo van
parando las faenas y uniéndose al grupo. A mitad de la marcha, entre el obreraje
acumuchado, Olegario Santana se encuentra con dos de los pocos amigos que
tiene en San Lorenzo. El barretero Domingo Domínguez, que es casi el único que
lo visita en su casa de vez en cuando, y José Pintor, un carretero conocido entre
los sanlorencinos como un ácrata crónico, «de esos que leen el diario en la mesa»
como dicen los viejos en la pampa. Apenas Domingo Domínguez lo ve entre la
masa de operarios, se acerca sonriéndole con toda su dentadura recién
estrenada. Echándole su perpetuo aliento licoroso, le secretea que la noche
anterior se había visto en el Campamento de Arriba nada menos que a José Brigg,
el más renombrado anarquista de la oficina Santa Ana y de todo el cantón de
Tarapacá. «Esto va en serio, compadre Olegario», le dice por lo bajo.
Cerca de las nueve de la mañana, ya con el sol chorreando espeso en la
frente de cada uno, el tumulto de obreros que emergimos por el lado de las
calicheras era simplemente glorioso. Los barreteros, los carreteros, los chulleros,
los falqueadores, los punteros, los cateadores, los sacaboneros, los particulares y
todos los patizorros, o asoleados, como les decían a los que trabajaban en el
cerro, enarbolando sus herramientas de trabajo y rugiendo enronquecidos que
viva la huelga, carajo, que ya estaba bueno de tanta jodienda, que la cuestión era
ahora o nunca, ingresamos en una sola tolvanera de polvo por la calle principal de
la oficina, rumbo al edificio de la Administración. El clamoreo de la huelga copaba
el aire de las callejas de San Lorenzo y se colaba por las hendijas de las casas de
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