Page 5 - Santa María de las Flores Negras
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choclos con nadie, y en el revoltijo triste de su casa desgobernada se cocina
voluntariamente al fuego lento de su soledad llena de polvo; meticulosa soledad
ahora último mitigada en parte por la compañía peregrina de sus dos jotes
domésticos, avechuchos tan agrios y silenciosos como él mismo.
Catalogado de huraño y hombre de pocas palabras, nadie en verdad sabe
mucho del pasado de Olegario Santana. Un corvo de acero que usa para pelar la
mecha de los tiros, y que más de una vez ha empuñado en alguna pelea de
trabajo —muchos aseguran por ahí que ya se ha desgraciado con más de un
cristiano—, hace pensar a los demás calicheros que combatió en la heroica
campaña del 79. Pero él nunca dice nada al respecto. Y tampoco pertenece a
ninguna de las sociedades de veteranos de guerra que proliferan en los pueblos y
en las oficinas salitreras. Admirado como uno de los mejores particulares de San
Lorenzo —nadie le puede competir con el macho de 25 libras—, lo único que se le
ve hacer día a día es explotar, triturar, acopiar y cargar piedras de caliche con una
consagración y una porfía de penitente malo de la cabeza. Pocas veces se le ha
visto arrimado al mesón de la fonda, y nunca en los bailes y veladas artísticas del
salón de la Filarmónica. Cuando bebe lo hace encerrado en su casa. Tiene dos o
tres amigos personales y un solo traje dominguero: un terno negro en cuyo bolsillo
del chaleco se extraña el relampagueo de la leontina de oro, adminículo lucido con
gran pavoneo por los pampinos. Nadie sabe en qué se gasta lo que gana. El único
malbaratamiento que se le conoce públicamente son los cuarenta Yolandas que
se fuma al día, y que le tienen los dientes y sus negros mostachos de alambre
manchados de nicotina.
A las seis y media de la mañana, ya vestido con su cotona de trabajo y sus
pantalones de diablo fuerte encallapados por los cuatro costados, Olegario
Santana se cala su sombrero de pita, se cuelga la botella de agua al hombro y
sale tranqueando rumbo a la calichera. Afuera el cielo ya se ha metalizado de un
azul opalescente y, a juzgar por la calidez del aire y la luminosidad del amanecer,
el día viene caluroso como el diantre. Al verlo asomar en la calle, los jotes
emprenden el vuelo desde el techo y lo siguen hacia el trabajo planeando en
lentos círculos sobre su cabeza.
La oficina San Lorenzo, del cantón de San Antonio, está conformada por el
Campamento de Arriba y el Campamento de Abajo; y la casa de Olegario
Santana, construida, como todas las casas de los obreros, de calaminas
aportilladas y palos de pino Oregón, está ubicada en el último número de la última
calle del Campamento de Abajo. Más allá sólo se extiende la soledad infinita de
las arenas y la ilusión fatídica de los espejismos del desierto.
A poco de adentrarse en la pampa, algo le parece extraño al calichero. Con
los sentidos engrifados, se detiene a mitad de camino. Mientras gira lentamente en
círculo auscultando señudo la redondela del horizonte, saca, enciende y exhala el
humo grisáceo de otro de sus Yolandas arrugados. El silencio mineral de los
cerros le resuena más agudo que de costumbre. Sus oídos no perciben el chirriar
de las ruedas de ninguna carreta calichera, y la sombra de ningún trabajador se
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