Page 8 - Santa María de las Flores Negras
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calaminas, y su estruendo hacía abrir puertas y ventanas por donde se asomaban
mujeres y niños maravillados haciendo señas de adiós a los hombres que
marchaban con aire resuelto en la insurgente procesión proletaria.
Reunidos en la explanada de la administración, sin dejar de gritar por
nuestras reivindicaciones, oímos de pronto —y nos quedamos arrobados por un
instante de la emoción tremenda— cómo se paraban las máquinas de la planta
procesadora: los chancadores, los cachuchos, las poleas rotatorias y cada uno de
los motores, tornos y fresas de la maestranza. Y luego, de entre el silencio titánico
de los fierros, vimos emerger una sucia nube de operarios de expresión dura y
decidida. Eran los tiznados, como les decían a los compañeros que laboraban en
las máquinas. Unos viniendo hacia nosotros con sus caras, manos y ropas
ennegrecidas de alquitrán, y los otros a torso desnudo, embarrados de pies a
cabeza y caminando a tranco firme con sus fragorosos calamorros de cuatro
suelas superpuestas. Ahí estaban los derripiadores, los torneros, los herreros, los
chancheros, los acendradores, los canaleros, los arrinquines y hasta los
matasapos —en su mayoría niños de edad escolar—, gritando también, a coro y
mano en alto, que viva la huelga, carajo; que aquí estamos junto a ustedes,
hermanitos. Y hasta las últimas consecuencias. Exaltados y conmovidos,
sentíamos como si en vez de sangre nos corriera salitre ardiendo por las venas.
La policía y los serenos de la oficina, esbirros del gringo Turner, sin poder
hacer nada ante el tumulto enardecido de trabajadores, sólo se limitaban a
observar desde lejos y a tomar nota mentalmente de nuestras caras. Éramos más
de ochocientos los huelguistas reunidos en torno a los hermanos Ruiz, que no
paraban de arengarnos y darnos ánimos para que no entregáramos la oreja al
capitalismo, compañeritos; que lo que pedíamos era justo, que ya era hora de
poner coto a la explotación y a la rapiña sin control de los oficineros abusadores.
Mientras nosotros, eufóricos y vociferantes hasta la afonía, asentíamos a grito
pelado enarbolando palas, machos, barretas y martillos como las más nobles
banderas de lucha.
Se decía que los hermanos Ruiz habían oído hablar una vez a don Luis
Emilio Recabarren en el puerto de Tocopilla y que ahí se les pegó el espíritu de la
revolución. Y habían sido ellos, sin tener ninguna experiencia en movimientos
laborales, los que planearon la huelga. Sin ser agitadores de profesión, ni logreros
ni holgazanes ni inmorales —como catalogaban los salitreros a todo el que osara
levantar la voz para reclamar sus derechos—, sino unos simples operarios
explotados, igual que todos, habían llevado el trámite del conflicto con tanta
convicción y de manera tan silenciosa, que incluso muchos de nosotros, los
trabajadores, lo mismo que la jefatura de la oficina, habíamos sido sorprendidos
en gran manera por la noticia.
Y es que hacía tiempo que los obreros de la pampa veníamos realizando
peticiones salariales y sociales, no sólo en San Lorenzo sino que en todas las
oficinas de todos los cantones de la pampa de Tarapacá. Y siempre habíamos
recibido por única respuesta el desprecio de los administradores, el despido
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