Page 4 - Santa María de las Flores Negras
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                         Sobre el techo de la casa, recortados contra la luz del amanecer, los jotes
                  semejan un par de viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los
                  bolsillos.
                         Estáticos como figuras de veletas, y nimbados por un vaho de
                  podredumbre, parecen dormir hondamente uno junto al otro. Sin embargo, cuando
                  desde el interior de la vivienda, por un forado en el techo, les son arrojados los
                  primeros trozos de carnaza, enarcan nerviosamente sus cabezas coloradas y,
                  emitiendo sus guturales gruñidos de aves carroñeras, se dan a una barullosa
                  rapiña sobre las planchas de zinc.
                         Mientras oye el raspilleo de las garras resbalando sobre las calaminas,
                  Olegario Santana, aún en camiseta, termina de devorar su propio trozo de carne
                  sangrante, acompañado de una porción de cebolla picada como para pavo, como
                  dice su amigo Domingo Domínguez. Después, tras beberse un tacho de té bien
                  amargo, acerca el rostro a la cocina de ladrillos y enciende su segundo Yolanda
                  del día (el primero se lo fuma en la  cama y a oscuras). Acodado en la mesa
                  desnuda,     deja    pasar     entonces     los   minutos     que     faltan   fumando
                  parsimoniosamente, mientras  contempla el rostro de la mujer dibujado en la
                  cajetilla de cigarrillos.

                         A sus cincuenta y siete años, Olegario Santana nunca ha visto una mujer de
                  verdad con un rostro tan bello como ese. Además, no entiende por qué diantres el
                  solo nombre Yolanda le trae la imagen de una mujer fatal, una de esas hembras
                  desmelenadas de pasión que evocan los viejos en las calicheras mientras trituran
                  piedras bajo un sol tan ardiente como sus delirios. La única mujer que ha tenido en
                  su vida fue una viuda que conoció en Agua Santa, con la que vivió abarraganado
                  sin pena ni gloria durante catorce años largos, y que hacía cuatro había muerto de
                  la bubónica, peste traída a Iquique por «el barco maldito», como llamó la gente al
                  «Columbia», el vapor infectado. La mujer, una matrona boliviana diez años mayor
                  que él, gorda y de mal aliento, y de una mansedumbre más bien sosa (fornicar con
                  ella no era muy diferente que hacerlo con una oveja aturdida), se murió sin dejarle
                  siquiera la compañía de un recuerdo amable contra el cual acurrucar su pena de
                  hombre solo. Desde entonces que no comparte el cilicio de su colchón de hojas de





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