Page 6 - Santa María de las Flores Negras
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                  recorta en los senderos polvorientos.  Tras una segunda pitada a su cigarrillo,
                  rehace su camino, cavilante. Algo no encaja bien en la carreta del día. De pronto,
                  casi llegando a las primeras calicheras, un grupo de hombres se le aparece desde
                  unos acopios y rodeándolo y mirándolo con recelo, le espetamos hoscamente que
                  si acaso el asoleado del carajo no sabía que ayer en la noche se declaró la huelga
                  general en San Lorenzo. «Ayer, martes 10 de diciembre de 1907, año del Señor»,
                  le recalcamos guasonamente, por si el viejito de los jotes no estaba enterado ni de
                  la fecha en que vivía.
                         Olegario Santana no lo sabía.

                         Luego de ponerlo al tanto de los hechos, lo conminamos, como a todos los
                  que hallamos en la pampa esa mañana, a  que nos acompañara a recorrer las
                  calicheras instando a los demás operarios a que pararan las faenas y se plegaran
                  al conflicto. Después iríamos todos juntos a la Administración a pedir aumento de
                  salario. Que en esta huelga nadie podía tomar balcón. Que mientras más tumulto
                  viera el gringo del carajo frente a su puerta, tanto mejor para el movimiento. «Por
                  consiguiente, hasta los jotes nos sirven para hacer número», dijo, mirando hacia el
                  cielo y soltando una ronca carcajada, el  mayor de los hermanos Ruiz, operario
                  reconocido públicamente como uno de los más indóciles y ariscos de la oficina
                  San Lorenzo, y que estaba entre los que lideraban la huelga.

                         Visiblemente sorprendido, Olegario Santana mira a los hombres uno a uno
                  y a la cara. Salvo a algunos que trabajan en las calicheras de por ahí cerca, a la
                  mayoría los conoce sólo de lejos. Aunque de él, por lo visto, sí saben, pues le han
                  sacado a colación los jotes. Calmosamente, entonces, da la última pitada a lo que
                  le queda de su cigarrillo y, refunfuñando que él no es ningún guarisapo
                  rompehuelgas, se cambia de hombro la  botella de agua y se va con ellos a
                  recorrer las calicheras que faltan.
                         Arriba, en el cielo, dejándose llevar cada vez más alto en las corrientes de
                  aire tibio, los jotes comienzan a alejarse hacia el interior de la pampa en busca de
                  carroña, mientras sus sombras, entrecruzándose en el suelo, van rayando la
                  blancura infinita de las planicies salitreras.
                         Fue un helado día de julio que Olegario Santana se halló a los jotes en el
                  interior de su calichera, cuando eran  apenas un par de polluelos feos y
                  enclenques. Por hacerle una broma (debido a su nariz ganchuda y a su costumbre
                  de vestir siempre de negro, algunos lo llaman el Jote Olegario), los calicheros más
                  viejos se los dejaron dentro de una caja de zapatos, como regalo de onomástico.
                  Era día de Santa Ana. Él, un poco por seguirles la broma y otro tanto llevado por
                  las morriñas de su soledad penitenciaria, se los llevó a su casa. Primero les hizo
                  un nido en el patio y comenzó a darles de comer con la mano. Para calmarles la
                  sed embebía agua en motas de algodón y se la dejaba caer de a gotitas en el
                  pico. A contar por su exiguo plumaje, las crías no tendrían entonces más de dos
                  meses de vida. Después, ya un tanto creciditas, las instaló en el techo, les puso
                  agua en un lavatorio viejo y, por el agujero de una calamina, les comenzó a tirar





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