Page 14 - Santa María de las Flores Negras
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palito de fósforo o una astilla de cualquier cosa, se saca la ramita de escoba que
lleva ahora en la boca, escupe por el colmillo y le dice que es la purita verdad,
pues, Olegario, hombre. Que la oficina San Lorenzo se está quedando desierta;
que incluso muchos operarios de los más decididos, están partiendo al pueblo
acompañados de sus mujeres, de su carnada de hijos y hasta de sus perros y
gatos.
Con su mesura de animal solitario, Olegario Santana al fin se decide y dice
que irá sólo por acompañarlos a ellos, pero que él no cree que se logre mucho con
todo ese frangollo. Como sus amigos van vestidos de chutes, se pone su traje
negro de los domingos, se echa algunas lonjas de charqui al bolsillo, se asegura
con una buena provisión de cigarrillos y se cruza su botella de agua al pecho. La
caminata hacia Alto de San Antonio es sólo de seis horas a través de la pampa, y
se supone que ya mañana estarán de vuelta. Tras pasar por el Escritorio a
cambiar un puñado de fichas, los amigos emprenden la marcha hacia el pueblo,
siguiendo la dirección de la línea del tren.
A la salida del campamento se unen a un grupo de huelguistas que
marchan portando carteles y haciendo flamear banderas chilenas, peruanas,
bolivianas y argentinas. Provocando una bullanga de los mil demonios con pitos,
cornetas, tambores y tarros de manteca, la columna marcha guiada por operarios
que gritan sus consignas y demandas a través de grandes bocinas de lata
confeccionadas por ellos mismos. Ya en pleno descampado, se encuentran con
otras caravanas de huelguistas provenientes de distintas oficinas y cantones. En
algunas los marchantes van cantando para darse ánimos, y, en otras, las que
vienen de oficinas más lejanas y que han pasado la noche entera caminando a
pampa traviesa, hombres y mujeres marchan en silencio, con sus hijos más
pequeños aupados sobre los hombros. Los carteles que enarbolan en cada una de
las columnas coinciden plenamente en las reclamaciones. Están los que piden el
cambio a 18 peniques, los que exigen la abolición de las fichas, los que reclaman
contra los pulperos, los que demandan libertad de comercio en las oficinas,
protección en los cachuchos, más médicos por cantones y escuelas para los hijos.
Olegario Santana, que no ha abierto la boca desde que salieron de San
Lorenzo, y que pese al calor de la pampa es el único que no se ha quitado el
paletó negro, se fija de pronto en el cartel de cartón que alguien le ha pasado al
joven herramentero. «Exigimos serenos nacionales», dice el letrero, haciendo
mención al hecho de que la mayor parte de los serenos de campamento son
extranjeros, gringos venidos a menos que tratan como a perros a los operarios
patrios. Todos en la pampa, más de alguna vez, habían sufrido en carne propia los
atropellos de esos verdugos de corazón negro, cuyo deporte favorito consistía en
mandar al cepo al obrero que se pasaba de copas, quitarle a las mujeres los
objetos que no hubiesen sido comprados en las pulperías («contrabando» les
llamaban a esos artículos los zanguangos del carajo) y azotar sin asco a los
mercachifles que se atrevían a saltar los muros de los campamentos para vender
sus mercancías puerta a puerta en las casas de los obreros. Olegario Santana,
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