Page 12 - Santa María de las Flores Negras
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                  habitación, bajo la luz pobre de un chonchón de parafina, un rosario de botellas
                  llenas, vacías y a medio vaciar relucen tristes y sonámbulas diseminadas por los
                  cuatro rincones polvorientos. En la pieza donde departen, que hace de comedor y
                  cocina, no hay cuadros en las paredes ni cortinas en la ventana. Todo el amoblado
                  consiste en la mesa desnuda, las dos bancas de palo bruto en que se hallan
                  sentados y una ancha mecedora de mimbre  blanco varada a un costado de la
                  pieza, junto a la ventana. La mecedora, vieja y destejida, y como fuera de lugar,
                  había sido el único trasto que la boliviana de aliento podrido aportó al
                  amancebamiento. Al fondo, recortada por la penumbra movediza del chonchón de
                  parafina, la cocina de ladrillos semeja un oxidado animal prehistórico echado
                  sobre el piso de tierra. Junto a la cocina se ve una barreta de fierro, un durmiente
                  a medio partir, una tinaja de agua y un  lavatorio de loza todo desconchado en
                  donde Olegario Santana se lava presa por presa, al irse y al llegar del trabajo.

                         En un momento de silencio, cuando Domingo Domínguez está a punto de
                  decir que parece que pasó un ángel, compadrito, se oye el raspilleo de los jotes en
                  las calaminas del techo. El barretero se manda al gaznate el último resto de la
                  segunda botella y, tras pasarse la manga por la boca, le pregunta al calichero, con
                  una desaforada expresión de asco en el rostro, que por qué crestas no mata de
                  una vez por todas a esos pajarracos inmundos. Que así, con esos jotes piojosos
                  cagando sobre el techo de su casa, no va a encontrar renunca a ninguna mujercita
                  que quiera venirse a vivir con él.
                         —Ya me acostumbré a ellos —dice Olegario Santana.

                         Y con pausado acento meditabundo, sin despegar la vista de la cajetilla de
                  cigarrillos, agrega como para sí que los jotes le han salido más fieles que cualquier
                  mujer que él pudiera hallar por ahí, con suerte un poco mejor parecida que ellos.

                         —Las Yolandas sólo existen en dibujos, compadre —dice Domingo
                  Domínguez en tono doctoral. Y enseguida le sale con la chunga de que, al fin y al
                  cabo, compadre, hasta las mujeres más  lindas y arrelingadas en el instante del
                  amor colocan ojos de gallina poniendo.
                         A media noche, cuando Domingo Domínguez, entonando una polkita de
                  moda, ya se marcha a su pieza de soltero, Olegario Santana le dice que a la
                  mañana siguiente no podrá acompañarlo al recorrido por las otras oficinas.
                  Aprovechará el paro laboral para lavar su ropa.
                         —Ya estaba bueno, pues, compadre —le  encaja el barretero desde la
                  puerta—. Si hasta los jotes estaban oliendo mejor que usted.
                         De modo que el jueves, luego que el gringo respondiera a nuestro petitorio
                  lo que todos ya esperábamos —que de  la gerencia de Iquique no se había
                  autorizado ningún aumento en los salarios—, un numeroso grupo de huelguistas,
                  acaudillados siempre por los hermanos Ruiz, marchamos a pie hacia la oficina
                  Santa Lucía, la más cercana de todas. Portando banderas y carteles escritos con
                  cal y trozos de carbón, íbamos a pedir apoyo para nuestra causa. Una vez allí,
                  pese a que de primera el Administrador se quiso engallar e impedirnos la entrada



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