Page 81 - Santa María de las Flores Negras
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le presta alas, lo hace volar y planear en el aire como un jote en estado de
ensoñación.
Poco antes de la hora del almuerzo, en medio del intenso trajín, en la
escuela Santa María nos enteramos de algo que nos conmovió sobremanera y
alentó el ánimo de todos. Varios gremios porteños, trabajadores de la ciudad y de
la ribera, habían acordado unánimemente adherirse de una manera más práctica
al movimiento huelguístico de los esforzados compañeros salitreros. De modo que
se habían reunido y nombrado un comité encargado de secundar y obedecer las
disposiciones del Comité Central de los pampinos, tal como ya lo habían hecho
algunas otras secciones de trabajo, como los panaderos, por ejemplo, los
carpinteros, los jornaleros, los lancheros, los pintores, los gasfiteros, los albañiles,
los carreteros, los cargadores, los abasteros y los sastres. Gremios estos que ya
tenían un representante dentro del Comité Central.
—No sé si ustedes se han dado cuenta —comenta entusiasmado José
Pintor—, pero esto indica claramente que nuestro movimiento está comenzando a
generar toda una revolución obrera.
Y se saca el paletó y se arremanga la camisa, preparándose para almorzar.
—Por supuesto, pues compadre Pintor —dice Domingo Domínguez—.
Nosotros somos los llamados a cambiar la historia proletaria de este país.
Y tras acomodarse un pañuelo a modo de babero, da las primeras
cucharadas a su plato de porotos.
—Nosotros no vamos a cambiar nada, carajo —reclama con voz tosca y sin
levantar la vista de su almuerzo Olegario Santana—. En este país mandan los que
tienen la riqueza, y punto.
Los amigos se miran entre ellos desconcertados. Luego comienzan a
recriminarlo sacándole en cara lo atrabiliario de su comportamiento, su pesimismo
desmoralizante y sus eternos reparos a la huelga.
—Este Olegario habría sido capaz de desanimar al mismísimo Napoleón —
dice José Pintor.
—El pesimismo de mi compadre Olegario se parece a su paletó —salta
Domingo Domínguez—: es igual de negro, igual de viejo y no se lo saca renunca.
Entonces los improperios devienen en cuchufletas, derivando
inevitablemente a su manía de no sacarse jamás el paletó, ni siquiera para
echarse a dormir. Que por la noches —lo joden en cuadrilla los amigos—,
mientras todos los demás hombres se sacan el suyo y lo doblan cuidadosamente
para usarlo de almohada, él no tiene ningún empacho en acostarse sobre su oreja,
pero con su paletocito puesto.
—De tan arrugado que está el pobre, parece planchado con hojas de
repollo —corona las mufas festivamente Domingo Domínguez.
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