Page 80 - Santa María de las Flores Negras
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En la mañana del miércoles la Escuela Santa María amaneció rebasada de
gente nueva durmiendo tirada en cualquier parte. Y es que pasadas las dos de la
madrugada había llegado otro tren de la pampa con más de ochocientos
huelguistas provenientes de Pozo Almonte. Y hombres y mujeres y niños, con sus
líos y atadijos de frazadas y cueros, hubieron de dormir por ahí al sereno,
arrinconados en los patios, recostados a lo largo de los corredores o acurrucados
como perritos callejeros debajo de los zaguanes. Sólo algunos, los más suertudos
de entre ellos, lograron acomodarse en algún ladito de las aulas más
desahogadas.
En la sala de Olegario Santana y sus amigos se hizo sitio para dar cabida a
unas cuantas personas más, incluidos algunos matrimonios con niños pequeños, y
en el apretujamiento que se produjo terminaron todos durmiendo a la tripa pollo,
sin respetar lado de mujeres ni de familias con guaguas. De tal manera que
Olegario Santana, en medio de una forzosa promiscuidad de bodega de barco (así
viajaban los enganchados a la pampa en las podridas bodegas de los vapores), de
pronto se había visto acostado a menos de un metro de Gregoria Becerra. Tanto
así que por el resto de la noche se dedicó a contemplarle el paisaje plácido de su
sueño, y a oírle, como si de una música sacra se tratara, el fuelle acompasado de
su respiración de niña.
Ahora, bajo el fuerte sol de media mañana, mientras Gregoria Becerra
ayuda a pelar papas en una ronda de mujeres achuladas y parlanchinas, y sus
amigos se entretienen jugando a las chapitas con un grupo de patizorros de la
oficina Cala Cala, Olegario Santana, ensimismado y ceñudo, se fuma un Yolanda
apoyado en un muro con sol. No puede dejar de pensar en algo que sucedió por la
noche y que aún le tiene el espíritu conturbado. En verdad fue como si lo hubiesen
dinamitado por dentro. Había sucedido que en un momento, mientras contemplaba
dormir a Gregoria Becerra, ella había abierto los ojos y, por un instante, se lo
había quedado mirando de una manera tal, madrecita mía, que además de
alborotarle las pocas plumas a su alma vieja, le había producido una erección
como hacía tiempo no tenía, carajo. Aunque ahora, a la ardua luz del sol
iquiqueño, no está completamente seguro de no haber soñado ese instante
prodigioso, la fugaz mirada de aquella mujer que irrevocablemente lo vuelve loco,
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