Page 82 - Santa María de las Flores Negras
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                         Y mientras todos ríen y se palmotean y hablan con la boca llena, Gregoria
                  Becerra, aprovechando que Liria María se ha ausentado para ir al baño, se lleva a
                  Idilio Montano a un lado y le pide cuentas en voz baja. Que por qué diántres había
                  hecho llorar a su niña ayer por la noche.
                         El joven herramentero, azorado hasta el tartamudeo, le explica lo sucedido
                  en la carpa. Luego, en un acto de arrojo  suicida, le abre las compuertas de su
                  corazón enamorado y gesticulando y  moviendo las manos en un desesperado
                  intento de convencimiento, le confiesa lo muy prendado que está de Liria María, lo
                  mucho que la quiere, todo lo que sería capaz de hacer y de no hacer con tal de
                  que ella vuelva a mirarlo como antes, a hablarle, a sonreírle como le sonreía. Y lo
                  dice tan convencido de sus palabras, con tanta pasión y brillo en la mirada, que
                  Gregoria Becerra se enternece hasta  las lágrimas y termina poniéndose
                  incondicionalmente de su parte.

                         Un rato después, cuando está pensando en cómo decirle a Liria María que
                  no haga sufrir más al pobrecito volantinero, se aparece su hijo Juan de Dios
                  acompañado del mismo periodista del diario La Patria que había conocido en el
                  Club Hípico. El niño dice que lleva al caballero a conversar con su amigo José
                  Brigg, pues quiere escribir una nota contando sobre cómo se vive en la escuela.
                  Gregoria Becerra dice que está bien que se escriba eso en los diarios, para que
                  las autoridades y las familias ricachonas del puerto se den cuenta de que los
                  pampinos no son ningunos revoltosos, ni menos unos forajidos desalmados como
                  se anda diciendo por ahí.

                         —Yo no sé qué patrañas informan los espías que mandan los gringos a la
                  escuela y que se pasean por aquí como Pedro por su casa —dice con voz fuerte
                  Gregoria Becerra—. Usted, ponga la verdad, caballero, y diga si aquí entre
                  nosotros ve a alguno con cara de saqueador, incendiario o violador de mujeres.
                         Pasado el mediodía, nos enteramos de que venía entrando un nuevo buque
                  de guerra. Esta vez se trataba del crucero «Esmeralda» y traía a bordo tropas del
                  Regimiento Artillería de Costa. Los militares desembarcados acamparon todos en
                  la plaza Prat y su presencia le dio un aspecto extraño y desusado a ese paseo que
                  era el corazón mismo de la ciudad. Con  tantos soldados llegados al puerto se
                  había comenzado a sentir un clima de tensión y animosidad en el aire. Y aunque
                  obreros y militares se cruzaban en las calles sin rozarse ni mirarse aún como
                  enemigos, así y todo el Comité Central tomó la sabia decisión de no celebrar más
                  comicios públicos en la Plaza Prat. «Esto para no exacerbar  el ánimo de los
                  militares —dijo José Brigg— y no darle motivos a la autoridad para el empleo de la
                  fuerza».
                         Olegario Santana y sus amigos, que  habían decidido no ir a ver el
                  desembarco —«Así como van las cosas, en unos días vamos a tener más
                  soldados que huelguistas en Iquique», había dicho con sorna Domingo
                  Domínguez—, acompañan a José Pintor a la Casa Locket a cambiar las últimas
                  fichas que le quedan. En la Casa Salitrera no lo atienden. Si quiere cambiar sus





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