Page 71 - Santa María de las Flores Negras
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                  clandestino de por ahí cerca, del que fueron requisadas ciento noventa y ocho
                  botellas de licor.

                         Los amigos se miran entre sí, de reojo. Pero no dicen nada.
                         Que a causa de eso, prosigue Juan de Dios, con el sol y el zumo de naranja
                  chorreándole amarillos por la cara, se está conformando una comisión de obreros
                  que irá a recorrer las imprentas de los diarios para estampar una queja pública en
                  contra de los dueños de aquellos chincheles que, a pesar de las disposiciones
                  dictadas por las autoridades edilicias, siguen vendiendo licor a puertas cerradas.
                  «Mi amigo José Brigg está que echa  humo de enojado», termina contando el
                  muchacho.
                         Gregoria Becerra, sin dejar de repartir las cajetillas de cigarros, comienza a
                  despotricar con vehemencia en contra de esos malos elementos escurridos entre
                  los obreros de ley. Zanguangos de porquería que arriesgan la limpieza del
                  conflicto nada más que por darle cuerda a su vicio inmundo.

                         —¡A esos sí —dice— habría que ponerlos en el cepo sin misericordia
                  alguna!
                         Mientras los comisionados de la policía y las demás personas a su
                  alrededor asienten con la cabeza y le dan toda la razón del mundo, los amigos se
                  hacen los desentendidos. Después empiezan a correrse de a poco y a
                  desaparecer cada uno por su lado. Domingo Domínguez, con las manos en los
                  bolsillos, silbando una polkita que ha oído por primera vez en el sarao de la noche
                  anterior, comienza a alejarse hacia el portón de la calle. Idilio Montano, mirando
                  por lo bajo a Liria María —que ni siquiera se ha dignado a hacerle algún gesto de
                  desprecio—, dice que tiene un dolor de cabeza que se le parte en dos y que se va
                  a conseguir alguna pastilla en el Dispensario Municipal que funciona en una de las
                  esquinas de la escuela. Por su parte, Olegario Santana y José Pintor, atuzándose
                  los mostachos con fingida displicencia, se acuerdan de súbito que alguien ha
                  dicho por ahí que en una partición de la Intendencia se iban a cambiar fichas. Que
                  ellos van ahora mismo va a ver si es verdad tanta belleza y luego les vienen a
                  informar.

                         —Lo increíble del asunto es que anda la bulla que las van a cambiar a la
                  par —dice José Pintor, corroborado por un gruñido casi imperceptible de Olegario
                  Santana.

                         Y ambos desaparecen zigzagueando rapidito por entre la gente.
                         —Éstos creen que nadie sabe de la arrancada que se hicieron anoche —le
                  dice Gregoria Becerra a su hija, al ver que sus amigos se han hecho humo en un
                  dos por tres. Liria María sólo responde con un leve gesto de asentimiento.
                         Una fárfara de tristeza cubre sus ojos claros.

                         Y es que al levantarse  por la mañana y mirar de soslayo al volantinero,
                  además de las manchas de sangre en la camisa y del fuerte olor a aguardiente, le





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