Page 74 - Santa María de las Flores Negras
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A las ocho de la noche de ese martes 17, de diciembre cuando recién se
han encendido los faroles de gas en los patios de la escuela, y gran parte de los
huelguistas con familia se han recogido a sus respectivas salas —no a dormir de
inmediato sino a contarse historias de bandidos rurales y casos de animitas
pampinas—, a pedido de Liria María y Juan de Dios, el grupo de amigos se va a
pasear un rato por el circo.
Además de los obreros alojados en sus recintos, a esas horas la carpa se
halla atestada de gente iquiqueña que viene con sus niños a conocer a los
monitos sabios, a los perros boxeadores, al par de caballos árabes y a la impávida
llama del altiplano andino. De paso aprovechan de mirar los ensayos de los
malabaristas, contorsionistas, tragasables y saltimbanquis que cada día, al caer la
tarde, unos en la pista de aserrín y otros al aire libre, hacen las delicias de la gente
ensayando sus números de destreza y exhibición para mantener sus habilidades
en forma. Esto mientras se resuelve el conflicto de los huelguistas y se restablece
la normalidad de las funciones.
Al fondo de la carpa iluminada con lámparas de carburo, junto a la gran
boca de payaso que hace de entrada a la pista, los amigos encuentran a la
bailarina carita de muñeca —siempre con el monito Bilibaldo sobre sus hombros—
y al malabarista de sonrisa y gestos aceitosos. En esos momentos ambos se
hallan alimentando a los monitos sabios, mientras un gran número de gente de la
pampa, con infantil curiosidad, y hablando todos a la vez, los asedian inquiriendo
detalles sobre una y otra cosa, todas referidas al oficio circense y a la vida en la
carpa. Mientras los jóvenes tratan de responder amablemente a cada pregunta,
los monitos atados a una larga cadenilla de metal, vestidos con llamativas ropas
llenas de remiendos y parches de colores, hacen toda clase de cabriolas en señal
de agradecimiento cada vez que reciben algo de comer.
Momentos más tarde, cuando los artistas están atendiendo a los perritos
boxeadores, que al caminar y sentarse en dos patas llenan la cara de risa de Juan
de Dios y de Liria María, el barretero Domingo Domínguez, haciéndose el
gracioso, le pregunta a la bailarina si acaso el circo no se interesaría en tener
entre sus actos artísticos a dos jotes amaestrados, dos ejemplares traídos
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