Page 70 - Santa María de las Flores Negras
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Al asomarse al patio, con la dura luz del sol doliéndole como un ladrillazo en
los ojos, Idilio Montano encuentra a sus amigos oreando su borrachera junto a la
puerta de la sala. Olegario Santana, José Pintor y Domingo Domínguez, recién
afeitados, fumando en cuclillas junto a un animado grupo de huelguistas, al verlo
aparecer lo saludan como si nada y siguen conversando y conjeturando sobre las
bolinas recabadas en las últimas horas. Idilio Montano, con su cabeza tensa y
sensible como cuero de tambor, se acuclilla despacito junto a ellos. Entremedio de
los acontecimientos de la huelga y las noticias sobre lo que está ocurriendo con la
gente que se quedó en la pampa, los hombres intercambian algunos datos de
interés doméstico como, por ejemplo, a qué tienda llevar a reparar el sombrero, en
cuál de los despachos cercanos se puede conseguir más barato el quillay para
lavarse el pelo, o en qué boliche escondido por ahí ir a matar el gusanillo
mañanero con un buche de aguardiente. Una de las referencias que más interesa
a los hombres es dónde ir a vender de emergencia sus Longines o sus leontinas
de oro. El nuevo dato sobre esto último es que en el establecimiento «El Diluvio»,
de la calle Serrano, si bien no tratan relojes ni especies de oro, compran en
cambio toda clase de herramientas usadas, y a muy buen precio. Detalle
importante para muchos que se trajeron las herramientas de su propiedad de la
pampa y andan con ellas para todos lados por la pura maldita costumbre de
trabajar.
Tras un rato de oír en silencio, sin una pizca de ánimo para meter su
cuchara, Idilio Montano ensaya un tonito de indiferencia y les pregunta a sus
amigos si acaso no han visto por ahí a Liria María. Éstos le apuntan a un costado
del patio en donde la joven y su madre, junto a otras personas comisionadas por la
dirigencia central, están ayudando a los empleados de la policía a repartir
alimentos y cajetillas de cigarrillos donados por el comercio de Iquique. «Nosotros
ya nos aseguramos», le informan los amigos, mostrándoles sus respectivas
cajetillas de Africana.
A esas horas el patio se ve lleno de huelguistas conversando o tomando
sol, mientras otros entran y salen del recinto, o suben y bajan las escaleras de la
azotea en donde está emplazado el Comité Central en asamblea permanente. Y
además de la gente que está ayudando a repartir las vituallas, y de algunas niñas
barriendo el piso y niños que juegan a «los tres hoyitos», se ve un contingente de
mujeres con la cara y las manos llenas de tizne que cocinan en los grandes fondos
de fierro enlozado los porotos con chicharrones del almuerzo del día.
Cuando los amigos, a insinuación de Idilio Montano, van donde Gregoria
Becerra a cooperarle en la repartija, Juan de Dios baja de la azotea a contarles
que allá arriba hay un bochinche de padre y señor mío. «Está la tandalada», dice.
«Los del Comité están que muerden la mesa de furia». Y en tanto se demora
gustosamente en pelar una naranja con los dientes, de las que han llegado entre
los comestibles donados por los comerciantes, el hijo de Gregoria Becerra,
excitado y lleno de ademanes, explica que el barullo ha estallado porque durante
la noche un grupo de pampinos fue sorprendido bebiendo en un boliche
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