Page 69 - Santa María de las Flores Negras
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Valparaíso, el par de bribones se dedicó, más que a trabajar la oficina, a especular
con los títulos salitreros expedidos por el Perú. Confiados en la rectitud del
Gobierno de Chile para cumplir sus compromisos como vencedor de la guerra del
Pacífico, North y Harvey adquirieron gran cantidad de títulos a muy bajo precio.
Después, al reconocer el Gobierno el derecho de propiedad de dichos títulos, hizo
ricos de la noche a la mañana a estos especuladores del carajo. Y John Thomas
North, que había llegado a Chile con las puras patas y el buche, forrado ahora en
libras esterlinas, convertido en un millonario de crédito y fama universal, se
estableció en la ciudad de Londres, desde donde manejaba sus negocios
desparramados por el mundo entero. Y no se sorprendan, muchachos, si les digo
que la pampa salitrera llegó a ser casi completamente de su propiedad. Pues la
verdad es que el gringo éste se adueñó de los ferrocarriles de toda la red norte de
Chile, del alumbrado público y particular, y también del agua potable. Y tenía
además el monopolio absoluto de todos los artículos de primera necesidad. En fin,
creo que me quedo corto en cuanto a sus riquezas, pues no había actividad
comercial en la provincia de Tarapacá que no fuera controlada por su poderío
económico. Para que ustedes vayan cayendo un poco en la cuenta, jovencitos, su
riqueza era tan fabulosa, que Lord Rothschild, el hombre más rico del mundo en
aquellos tiempos, pasó a segundo plano desplazado por este personaje que hace
apenas diez años a la fecha dejó de existir, y que yo alcancé a conocer en
persona. Lo recuerdo clarito: era un hombre corpulento, sanguíneo, de espesas
patillas coloradas unidas con unos mostachos impresionantes. Como todo
pobretón vuelto rico de repente, le gustaba ostentar su dinero. Dicen que con el
tiempo se compró el título honorífico de Coronel, y que en las fiestas de Londres le
encantaba disfrazarse de Enrique VIII. Y, según cuentan algunos pampinos más
enterados, se había hecho forrar de oro el interior de un coche del Ferrocarril del
Norte para pasearse por las oficinas de su propiedad cada vez que venía de visita
a Chile. Por ese tiempo era tal su influencia en la pampa, que él mismo llegó a
calificarse como «Arbitro del porvenir de Tarapacá». Para que ustedes vean,
jovencitos, la laya de soberbio que era este gringo. Aunque les voy a decir que así
y todo no andaba muy lejos en su calificativo, pues era tal su poderío en la pampa
que en los mesones de las cantinas y en las pringosas mesas de las fondas, los
viejos calicheros, ya un tanto pasados de copas, bromeaban al respecto rezando
en voz alta: «North nuestro que estás en los Londres...».
Idilio Montano oye toda esta historia entre sueños. Ya debe ser la media
mañana del martes y él no quiere despertarse del todo. Siente vergüenza de
encontrarse frente a frente con la mirada acusadora de Liria María. Cuando al fin
decide levantarse y se destapa la cara, descubre que en la sala ya se han
recogido todos los cueros y frazadas del piso. En un rincón, cebándose unos
mates, ve a un grupo de jóvenes pampinos rodeando a un anciano que habla sin
dejar de sorber la bombilla. El viejo minero tiene un aire entre profeta bíblico y
ácrata redomado, y su rostro se ve tan lleno de arrugas que parece tener
cartografiado el desierto entero en la piel de la cara.
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