Page 66 - Santa María de las Flores Negras
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                  proponer una competencia: quién aguanta más  aguardiente en el cuerpo. Acto
                  seguido, el peruano se para y se empina una botella llena, de la que alcanza a
                  beberse tres cuartas partes antes de caer como un saco de salitre al piso.

                         —Éste no sabe respirar bajo el agua —dice gagueando Domingo
                  Domínguez.

                         —Hay algunos que se creen cóndores y apenas alcanzan para tiuques —
                  remata despectivo José Pintor.

                         Después, el carretero se pone a discutir con los de la mesa de la izquierda
                  sobre el tema de Dios. «Dios ama a los pobres, pero ayuda a los ricos», asevera
                  socarrón. «Por eso yo soy ateo». El confederado representante de Bolivia le
                  rebate riendo groseramente:  «Si todos en el mundo fueran ateos, paisanito, los
                  trabajadores nos joderíamos de lo lindo, pues no tendríamos días feriados». Y de
                  Dios, el tema rebota invariablemente en los curas. Ahí mismo José Pintor se
                  manda a recitar una letrilla en contra de  esos pollerudos de negro que en este
                  mundo vienen a ser como los milicos de Dios, dice golpeando la mesa con el
                  puño. Sacándose el palito de la boca, y luego de toser y de hacer largos buches
                  de aguardiente, con acento más bien de discursero político, el carretero recita los
                  versos de memoria: «El cura no sabe arar / ni sabe enyugar un buey I pero, por su
                  propia ley / él cosecha sin sembrar / él, de salir a cuidar /poquito o nada se ocupa /
                  tiene su renta segura I sentadito descansando I sin andarse molestando I nadie
                  gana más que el cura». Los aplausos y los vivas resuenan espontáneos junto a un
                  escandaloso golpeteo de botellas y taconazos en el suelo. Sólo el niño Doralizo,
                  que alguna vez había sido monaguillo, se pone serio y se persigna asustado, por
                  tres veces seguidas.
                         Casi al final de la noche, en una de  las mesas del fondo, se arma una
                  camorra entre un borracho y una prostituta de aspecto desamparado. Idilio
                  Montano, que en ese momento viene regresando de mojarse la cara en un tonel
                  del patio, aunque no tiene pito que tocar en la procesión, en un espontáneo gesto
                  de caballerosidad se mete a defender a la mujer. El pendenciero, un fornido
                  estibador de boca torcida, lo voltea de una sola trompada en el rostro. Cuando en
                  el salón se está opinando que eso le pasa al mozuelo por meterse en peloteras
                  ajenas, una de las mujeres que acompañan en  la mesa a los amigos comenta
                  compungida que siempre le tienen que tocar los peores tipos a la pobrecita de la
                  Yolanda. Al oír el nombre, Olegario Santana se levanta prestamente y sale
                  también en defensa de la mujer.

                         —¿Acaso eres el mantenido de esta chincola? —le dice con lengua traposa
                  el boquituerto cuando el calichero le pide que deje tranquila a la dama.

                         —No, pero se llama Yolanda —responde serenamente Olegario Santana—.
                  Y aunque no se parece en nada a la mujer de los cigarrillos, sólo por llamarse de
                  ese modo me basta y me sobra para defenderla aquí y en la quebrada del ají.








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