Page 76 - Santa María de las Flores Negras
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reaparecer en la carpa, su corazón le da una patada de mula en el pecho. Liria
María se halla hablando a solas con el contorsionista de la risa idiota. Sin saber
qué hacer, se queda como petrificado.
Un poco más allá, conversándole de la pampa a la bailarina, Juan de Dios
no puede más de contento cargando al monito Bilibaldo sobre sus hombros. Al ver
al volantinero de nuevo allí, el niño lo llama entusiasmado a que se acerque y vea
las maromas que es capaz de hacer Bilibaldo sobre su cabeza. Idilio Montano, con
el corazón convertido en un bombo, se acerca saludando tímidamente a la
bailarina. La muchacha, que de tan delicada parece en verdad una de esas
muñequitas japonesas, mirándolo inquietantemente a los ojos, entabla enseguida
una animada charla que él, encorajinado, con la sangre hirviéndole en las venas,
sólo atina a responder con movimientos de cabeza y palabras entrecortadas. Por
el rabillo del ojo, no deja de mirar hacia donde está Liria María con el
contorsionista, quien no escatima esfuerzos para homenajearla con sus
reverencias untuosas y su falsa sonrisita de trapecio. «Parece un reptil con
hambre, el muy cabrón», se dice furioso Idilio Montano.
Cuando la bailarina, con su dulce vocecita de soprano, lo invita a que la
acompañe afuera a ver a los caballitos árabes, Idilio Montano la sigue casi por
inercia. Como pisando en la cuerda floja, sin dejar de mirar para atrás, camina
oyéndose responder a las preguntas de la bailarina con una voz opaca, glutinosa,
como de plomo machacado; una voz que no es la suya. En el último instante,
antes de salir de la carpa, al girar la cabeza, sorprende a Liria María mirándolo. En
sus ojos le parece percibir un fugaz relumbrón de rabia. «Se ha puesto celosa»,
alcanza a pensar feliz de la vida Idilio Montano.
Mientras tanto, en medio de la muchedumbre que se dirige gritando y
cantando a la estación de trenes, en el momento en que Domingo Domínguez,
abrazado a José Pintor, comenta a los gritos lo increíble y lindo a la vez que
resulta ver la unión de todas las fuerzas laborales de la pampa, Olegario Santana
siente de pronto algo que casi le hace salir el corazón por la boca. Sin decir agua
va, Gregoria Becerra lo ha tomado del gancho. Y ese súbito gesto de confianza,
que para ella parece ser la cosa más natural del mundo, a él lo hace estremecer
de pies a cabeza. Olegario Santana, el más fiero calichero del cantón de San
Antonio, siente que la piel se le espeluzna, que el pulso se le acelera y que las
manos comienzan a transpirarle como a una conventual damita en estado de
excitación. Está tan aturullado de llevar a esa mujer pegada a la pretina, que al
andar pierde el paso a cada rato. Menos mal que José Pintor y Domingo
Domínguez tranquean delante de ellos y no se han dado cuenta de nada. «Usted,
don Olegario, no debe ser muy bueno para bailar», oye que le grita a la oreja, con
aire divertido, Gregoria Becerra. Claro, ella se ha dado cuenta de cómo él se
enreda y tropieza en sus propios pies. Sintiendo una vergüenza infinita, gira
entonces la cabeza para decirle algo y sólo se queda mirándola en silencio. En
verdad, esa mujer de expresión transparente, con sólo clavarle sus ojos lo
convierte en un pobre chiquillo de bombachas orinadas.
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