Page 75 - Santa María de las Flores Negras
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directamente desde las comarcas calcinadas de la pampa salitrera. «Ya me
imagino al propio don Juan Sobarán anunciándolos como número principal», dice
muerto de la risa. Y poniéndose las manos a modo de bocina, y dirigiéndose a las
galerías, pregona con voz circense:
—¡Respetable público: ahora presentamos un número nunca antes visto en
ningún circo del mundo. Directamente desde la oficina salitrera San Lorenzo,
tomados de las calaminas del mismísimo techo de su casa habitación, aquí están,
para todos ustedes, los espectaculares, los maravillosos, los divinos jotes
amaestrados de Olegario Santana!
Mientras los demás estallan en una gran risotada, Gregoria Becerra se
queda mirando con un dejo de ternura a Olegario Santana. El calichero, más
turbado por esa mirada que por la chanza de su amigo, le reprocha en voz baja:
—Podrías cambiar la pega de barretero y quedarte en el circo de payaso.
—A propósito —no deja de reír Domingo Domínguez—, esos pobres jotes
tuyos deben estar muriéndose de pensión allá en la pampa.
Liria María, que se ha mantenido todo el tiempo indiferente a los ojos
clavados de Idilio Montano y que, junto a su madre, es la única que no ha reído
con la chirigota de don Domingo, continúa haciendo preguntas dirigidas
especialmente al acróbata de sonrisa empalagosa. Observándola desde el otro
lado del corrillo de curiosos, al volantinero le crujen los dientes de ira. Desde la
mañana que no ha parado de rondarla como un cachorro desahijado y ya no
puede soportar más tanto desaire. Tiene que atreverse a hablarle ahora mismo, se
dice, atribulado. Pero en el momento en que por fin se ha decidido a aclarar todo
de una vez, un grupo de hombres irrumpe en la carpa anunciando que un convoy
de carros planos, atestado de gente de la pampa, viene bajando por los cerros y la
orden del día es ir a recibirlo. «¡Tenemos que darles la bienvenida a los
compañeros, carajo!», vociferan con los puños en alto los hombres.
De inmediato se produce una estampida y la carpa comienza a
desocuparse rápidamente. Y mientras los amigos se ponen de acuerdo para ir a
recibir a los del tren, Liria María y Juan de Dios le piden permiso a su madre para
quedarse en el circo. Idilio Montano, como un perrito boxeador parado en dos
patas, babeante, a punto de dar chillidos, mira lastimosamente a la joven para ver
si ella le hace algún gesto o seña indicándole que se quede a acompañarla. Pero
la muchacha es de piedra. Y el herramentero, con la cola entre las piernas, no
tiene más remedio que salir trotando junto a sus amigos.
A mitad de camino, sin embargo, en medio del tierroso tropel de huelguistas
que marchan enarbolando banderas y redoblando tambores, Idilio Montano se las
arregla para ir poco a poco quedándose atrás, enredándose entre el gentío,
escurriéndose de sus amigos hasta perderlos completamente de vista.
Desesperado entonces, casi al borde del llanto, se devuelve corriendo al circo.
Necesita imperiosamente hablar con su amada, mirarla, sentir el roce de sus
manos pequeñitas, verse revivir de amor en el reflejo de sus ojos verdes. Pero al
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