Page 67 - Santa María de las Flores Negras
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                         Sin entender un carajo, el estibador replica que de dónde crestas salió este
                  viejo más loco que una cabra. Y arremangándose la camisa hasta más arriba de
                  los codos, dice baboseante:

                         —¡Yo te voy a apretar el tornillo  suelto de un sólo soplamocos, viejo
                  cometierra!

                         Cuando Olegario Santana abre su paletó negro y pela su corvo y la hoja de
                  acero brilla asesina a la exigua luz del  salón, y con gesto fiero tira un par de
                  rápidos cortes al aire, la discusión se termina de inmediato. El hombre deja en paz
                  a la mujer y, rumiando maldiciones, se deja caer en un sofá.
                         —Usted es todo un matón, amigo Olegario —le dice riendo José Pintor
                  cuando el calichero vuelve a la mesa.

                         —Igual que mi amigo Domingo dice que no es borracho, sino bebedor; yo
                  no soy matón, soy peleador —responde Olegario Santana mirándolo directamente
                  a los ojos.
                         Cuando un rato después, ante los grititos histéricos del Niño Doralizo, entre
                  cuatro parroquianos logran echar a la calle al borracho pendenciero, la prostituta
                  castigada —que al decir de Domingo Domínguez lo mejor que tiene es su
                  trastienda redondita— se acerca a la mesa para agradecer el gesto de los
                  pampinos que la han defendido. Con sus ojos, de un raro color amarillo, aún
                  llorosos, la mujer les ronronea que son muy pocos los caballeros de su laya que
                  van quedando en este mundo.
                         El calichero la interrumpe para preguntarle si Yolanda es su nombre
                  verdadero.

                         —No —responde la mujer—. Ese es mi nombre de guerra.
                         Olegario Santana se encoge de hombros.
                         —Es lo mismo —dice.

                         Casi al amanecer, cuando en la escuela se están encendiendo los primeros
                  fogones para el café, los amigos cruzan el portón del patio con Idilio Montano a la
                  rastra. Además de ir borracho como tagua y llevar la camisa manchada de sangre
                  de narices, el volantinero no para de llorar sus dolorimientos del alma. «Déjese de
                  gimotear, pues, mi barbilindo», lo jode riendo José Pintor, recordando que así lo
                  había llamado Yolanda al agradecerle el haber tratado de defenderla del
                  mastodonte. «Fue como ver a la fragata  Esmeralda tratando de espolonear al
                  Huáscar», había comentado maternalmente la prostituta tras estamparle el lacre
                  de un beso en la frente.













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