Page 65 - Santa María de las Flores Negras
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                         —¡Qué le dijo la sartén a la olla,  pues, paisanitos! —ríen a su vez los
                  mineros altiplánicos, mostrando socarronamente sus dientes verdosos de rumiar
                  bolos de coca.

                         Los confederados se hallan en compañía de dos prostitutas viejas y de un
                  manflorita chillón al que todos llaman Niño Doralizo. Éste, que hace de mocito de
                  la casa, habla todo en una divertida jerga de malandrines: al dinero lo llama
                  estrella,  al reloj,  grillete  y a las sillas que ofrece delicadamente a los recién
                  llegados, cientopies. Después de sentarse y pedir cinco botellas de aguardiente —
                  «No se trata de ser escatimoso, pues, compadritos», dice Domingo Domínguez—,
                  la cabrona, una peruana que encaramada en sus tacones no sobrepasa el metro
                  veinte de estatura, les manda tres mujeres más a la mesa. Ni más jóvenes ni más
                  bellas, sólo un poco más entraditas en  carnes, las prostitutas son igual de
                  carantoñeras que las otras. Luego de presentarse dando sus nombres de batalla y
                  de enterarse de que estos hombronazos  tan simpáticos son pampinos, las
                  matronas quieren saber cómo es la vida en esas pampas tan peladas, tan
                  calurosas y tan aburridoras que deben de ser, pues, virgencita santa. Y de la
                  sacrificada vida de la gente  en esos desiertos dejados de la mano de Dios, la
                  conversación deviene después, naturalmente, en los ires y venires de la huelga. Y
                  todo el mundo en el salón se enfrasca entonces en un ardiente debate en voz alta.
                  Alguien desde la mesa de la derecha dice que ha oído el rumor que el Intendente
                  de planta volvía de la Capital, y que  con él en Iquique era seguro que se
                  arreglaban las cosas. Un parroquiano sentado cerca del piano, con una arrastrada
                  voz aguardentosa, mete su cuchara para rebatir hoscamente al que acaba de
                  hablar. Que si acaso los pampinos huachucheros no saben —eructa bilioso el
                  hombre— de la fastuosa fiesta de despedida que los industriales del salitre le
                  habían brindado al señor Intendente con motivo de su partida a la capital. Una de
                  las prostitutas que acompaña a los amigos, zafándose del abrazo meloso de
                  Domingo Domínguez, corrobora prestamente lo de la fiesta de despedida, diciendo
                  que nunca antes se habían visto más iluminados y más alegres los salones del
                  Club Inglés. Moviendo las manos con gran aparato, la mujer dice que la música
                  duró toda la noche y que el torrente de champagne francés, por diosito santo que
                  es cierto, caballeros, llegó burbujeando hasta las mismas arenas de la playa. Por
                  lo tanto —se entromete la prostituta más vieja y fea de la mesa, que parece ser la
                  decana del burdel y a la que todos llaman Torcuata— los pampinos no tienen que
                  ser tan pendejos como para creer que ese vejete aristócrata se iba a quemar las
                  manos por una cáfila de muertos de hambre como ellos. Y acariciándose los pelos
                  de una negra verruga en el mentón, la puta termina rezongando como para sí que
                  ella sabe muy bien que la cosa va a terminar mal para los hombres en huelga, que
                  un pajarito aguachado que tiene por ahí se lo contó. Las demás mujeres la hacen
                  callar diciéndole que cierre la java y, tras de hacer un brindis  por el éxito de la
                  huelga, dicen que a la Torcuata no hay que hacerle mucho caso cuando está
                  borracha, y que además ya es hora de cambiar el naipe, que aquí se viene a gozar
                  la vida y no a discutir pelotudeces de trabajo. Entonces, para cambiar de tema, a
                  los amigos de la Confederación Perú-boliviana no se les ocurre nada mejor que




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