Page 64 - Santa María de las Flores Negras
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                         —¿Por qué siempre tan pesimista,  usted, compadre Olegario? —le
                  palmotea el hombro fraternalmente Domingo Domínguez.

                         —No hay que tener olfato de jote para  oler en el aire que esto no va a
                  terminar bien —dice oscuro el calichero.
                         —Si no nos hacen caso incendiamos  la ciudad y punto —dice semiserio
                  José Pintor—. ¿Acaso no es eso lo que se anda diciendo por ahí que vamos a
                  hacer?

                         —¡Eso no hay que repetirlo ni en broma! —salta como un gato Idilio
                  Montano.
                         —¡Bueno, vamos o no vamos a emparafinar la llamita proletaria! —corta de
                  un tajo el barretero—. Yo estoy dispuesto a empeñar mi anillo si hace falta.
                         A Idilio Montano la imagen de Liria María corriendo descalza por la playa,
                  resplandeciente bajo los rayos del sol y tomada fuertemente de su mano, aún le
                  burbujea en el alma. Y pensando que ese recuerdo tan lindo no puede ensuciarlo
                  de buenas a primeras departiendo con esas mujeres de las que hablan sus
                  amigos, trata de inventar una excusa para no acompañarlos. Pero es rápidamente
                  rebatido y convencido por José Pintor. El carretero se saca el palito de entre los
                  dientes y apuntándolo con él, lo conmina con rudeza a que ya es hora de que se
                  vaya haciendo hombre el jovencito faldero; que con esos remilgos tan delicados
                  no parece trabajador pampino.

                         —Más parece aspirante a cura, usted, pues, amiguito —frunce el ceño José
                  Pintor.

                         Al llegar al clandestino, éste le  parece más bien misérrimo a Domingo
                  Domínguez. «En tiempos de guerra los había  mejores», dice circunspecto, tras
                  echar una ojeada al salón estrecho, a la iluminación anémica y a los dos espejos
                  que adornan las paredes laterales, cuyas lunas descascaradas reflejaban algunos
                  sillones de ajado terciopelo rojo. En  el ángulo del rincón más umbroso del
                  aposento, rigurosamente vestido de negro, el pianista se aprecia tan magro y tieso
                  de cuerpo (sólo sus huesudos dedos se le mueven sobre el teclado), que da la
                  impresión de un cadáver maquillado y compuesto para ser metido de inmediato en
                  el ataúd que asemeja su piano vertical.
                         Al acostumbrarse a la penumbra del salón, con los primeros que se topan
                  los amigos es con los dos mineros  de la Confederación Perú-boliviana.
                  Achispados y locuaces, los hombres los saludan efusivamente y los invitan a
                  compartir la mesa.

                         —¡Al parecer «el palito busca agua» les funciona de maravillas a ustedes
                  dos! —dice riendo Domingo Domínguez, haciendo mención al palo de avellano,
                  conocido como «el palo brujo», con el que hasta hacía poco tiempo embaucadores
                  profesionales, haciéndose llamar rabdomantes, habían pretendido hallar corrientes
                  de aguas subterráneas en el desierto.





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