Page 62 - Santa María de las Flores Negras
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                  en alto y los llaman por sus nombres. Y empujándose uno al otro, cayéndose,
                  levantándose, tocándose, siguen corriendo y  elevando sus volantines al viento,
                  mientras Juan de Dios, muerto de risa, les lanza puñados de mar como si fuera
                  confeti.
                         Al atardecer, dichosos y hambrientos como cachorros de león, con las
                  ropas mojadas y el corazón estilando de júbilo, parten de regreso al local de la
                  escuela. Allí, en el primer patio, entre la trifulca de gente comiendo, fumando y
                  comentando el mitin de la plaza Prat,  con la preocupación enfermiza de las
                  madres solas, Gregoria Becerra los  aguarda con sendas jarradas de té y unas
                  presas de pescado frito que ha logrado salvar de la rebatiña de los huelguistas
                  más tragaldabas (los patizorros y los derripiadores son los que se llevan las
                  palmas en cuanto a tragonería). Juan de Dios se presenta ante su madre con los
                  pantalones arremangados, los zapatos en la mano y la camisa al viento como un
                  ala rota. Le lleva una estrella de mar como regalo. Liria María, con su piel blanca
                  completamente enrojecida por el sol  y la sal marina, viene rozagante de una
                  alegría nueva y ha traído algunos caracoles para jugar a la payaya con ella en las
                  noches, antes de dormir. Idilio Montano, por su parte, despeinado y con el torso
                  desnudo, trae cruzada a la espalda —a la manera de los pieles rojas de las
                  postales norteamericanas— las cañas de los  volantines que al final de la tarde
                  habían terminado por despedazárseles con el fuerte viento costero. Mientras
                  Gregoria Becerra los mira comer con apetito voraz, vislumbra claramente —en los
                  ojos bailones de su hija y en el modo de arrastrar el ala del joven Idilio—, que ya le
                  va a ser imposible separar los corazones flechados de esos dos pichones nuevos.
                  A simple vista se ve que no pueden más de felicidad. «Estos se han enamorado
                  hasta la tontera», suspira al borde de las lágrimas.
                         Más tarde, a la caída del sol,  la escuela era un hormiguero de gente
                  conversando en vocingleros corrillos antes de recogerse a dormir. Vestido y
                  afirulado lo mejor que podía cada uno dentro  de lo precario de la situación —a
                  falta de agua potable muchos se bañaban en agua de olor y se afeitaban en seco,
                  mojando la navaja con pura saliva—, los huelguistas nos reuníamos en las afueras
                  del edificio, junto al portón de entrada, o en el perímetro de la plaza Montt, frente a
                  la carpa del circo Sobarán, siempre  lleno de gente curiosa. Y mientras unos
                  fumaban solitarios y ensimismados, y otros discutían febrilmente de trabajo o de
                  política, y los más ilustrados leían los  diarios en voz alta para sus compañeros
                  analfabetos, una legión de vendedores ambulantes, voceando a todo pulmón entre
                  la muchedumbre, se hacían el oro y  el moro vendiendo bebidas de colores,
                  frituras, confituras y toda clase de embelecos para comer y calmar la sed. En tanto
                  en el patio de la escuela, embellecidas  por las últimas luces del crepúsculo, se
                  veía a las madres más jóvenes jugando a hacer rondas con sus  hijas mujeres,
                  mientras en la glorieta los operarios bolivianos y peruanos, con sus duros rostros
                  de piedra, comenzaban a agruparse y a afinar parsimoniosamente sus
                  instrumentos andinos.







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