Page 63 - Santa María de las Flores Negras
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                         Al anochecer, luego de jugar un rato a la payaya con su hija, Gregoria
                  Becerra les pide a sus amigos que la acompañen a dar una vueltecita por las
                  calles cercanas al edificio de la escuela. Necesita con urgencia respirar un poco
                  de aire puro. La promiscuidad y el hedor de los cuerpos sin bañarse ha hecho de
                  la atmósfera algo espeso y atosigante,  casi irrespirable. «El olor a cuerno
                  quemado es agua de rosas comparado con esta pestilencia», dice compungida
                  Gregoria Becerra.

                         —Eso es lo que llaman «olor a humanidad», mi señora —dice en tono
                  filosófico Domingo Domínguez.

                         —Y la cosa va para peor —alega Olegario Santana, sin mirar a nadie en
                  particular—. En uno o dos días más vamos a tener prácticamente a toda la pampa
                  metida en la escuela. Por lo que se  sabe, pampinos de todos los cantones de
                  Tarapacá se están echando a caminar por el desierto para venir a acompañarnos.
                         A esas horas la ciudad de Iquique, iluminada por una luna grande,
                  galvanizada, elevándose redonda sobre los cerros, presenta un extraño aspecto
                  asonambulado. Es una fresca noche de diciembre y patrullas de soldados a
                  caballo recorren las calles céntricas, casi completamente vacías. Por disposición
                  de las autoridades edilicias se ha prohibido estrictamente la venta de bebidas
                  alcohólicas en los lugares públicos, y  los negocios del rubro están obligados a
                  cerrar sus puertas a las ocho de la noche en punto. Hasta el mismo Teatro
                  Nacional, por cuyo frente pasan los amigos caminando lentamente, se encuentra
                  cerrado. Sus funciones también han sido suspendidas a causa de la huelga. Por lo
                  mismo, a esas horas sólo se ve transitar a pequeños grupos de huelguistas que,
                  después de visitar a un familiar o a algún amigo residente en el puerto, se recogen
                  a la escuela Santa María, a la carpa del circo o a los galpones y bodegas aledaños
                  al recinto escolar, cedidos solidariamente por sus dueños en una clara muestra de
                  apoyo a la causa.
                         De vuelta en la escuela, mientras Gregoria Becerra y sus hijos se recogen a
                  dormir, a Domingo Domínguez se le ocurre invitar a unas copitas de aguardiente.
                  «Nada más para mantener encendida la llama  del espíritu proletario», dice
                  sonrisueño. Que por la tarde, agrega bajando la voz teatralmente, y mirando de
                  reojo a la gente enrededor, se ha agenciado un dato sobre un boliche de putas
                  que está funcionando a puertas cerradas por ahí cerca.
                         —Y lo mejor de todo, compadritos —se soba las manos de puro gusto el
                  barretero—, es que el cabrón o cabrona que lo regenta, parece que tiene santos
                  en la corte, o sea comercio con los gringos oficineros, porque no se hace ningún
                  problema en recibir fichas. Y de la oficina que sea.

                         —¡Y fichas es lo que más nos sobra, pues hombre! —acota entusiasmado
                  José Pintor.
                         —Y no sacamos nada con acumucharlas —se mesa los mostachos, serio,
                  Olegario Santana—. Porque cualquier día de estos, así como van las cosas, no
                  nos van a servir ni para jugar a las chapitas.



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