Page 61 - Santa María de las Flores Negras
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                         Elevando sus volantines a orillas del  mar, Idilio Montano y Liria María,
                  seguidos al talón por Juan de Dios, pasan una de las tardes más felices de sus
                  vidas. A lo largo de la playa hay desparramado un gran número de huelguistas
                  pampinos; hombres, mujeres y niños de distintas oficinas y cantones que, con
                  expresión extasiada, recorríamos la orilla del mar como si de verdad estuviéramos
                  paseando a la orilla de otro mundo. Y es que nuestros ojos, maravillados de azul,
                  no eran capaces de abarcar tanto mar  y cielo reunidos. Algunos que decían
                  haberse criado en Valparaíso, y que se ufanaban de ser duchos en la materia, se
                  metían en calzoncillos a mariscar entre los roqueríos, o se quedaban horas tirando
                  lienza, esperando con paciencia infinita coger algún pez orillero, comestible o no,
                  para freírlo y manducárselo ahí mismo sentados en la arena. Otros, metidos hasta
                  las rodillas en las pozas de agua, lavaban afanosamente sus ropas para luego
                  ponerlas a estilar extendidas sobre las rocas más secas, cubiertas de huano de
                  gaviotas. En tanto los que se habían venido de la pampa sin más ropa que la que
                  llevaban puesta, se bañaban con ella para aprovechar de lavarla. Y como casi
                  ninguno sabía nadar, todo el mundo se revolcaba feliz de la vida entre las últimas
                  olas de la orilla, gozando como niños en un porquerizo.

                         Los calicheros más viejos, esos  hombrones hazañosos que se habían
                  quedado en el desierto después de la guerra, y que acudían a la playa llevados
                  nada más que por el urgente deseo de evacuar el vientre al aire libre, tal y como lo
                  hacían en la vastedad de la pampa —pues las letrinas de la escuela no daban
                  abasto para tanto cristiano—, después de hacer descuerpo se tiraban en la arena
                  a contemplar con gran recogimiento  esa infinita pampa que conformaban las
                  aguas encrespadas del mar. Ahí, sin siquiera quitarse los calamorros, salpicados
                  por el rocío, muchos de estos patizorros de rostro duro, descubrían que en verdad
                  el gran océano se les parecía mucho más de la cuenta: ellos también vivían
                  rumiando sus recuerdos eternamente y, a veces, tendidos de espaldas lo mismo
                  que el mar, azules de tristeza, salpicaban  las arenas del desierto con el ácido
                  quemante de sus lágrimas brotadas de pronto y sin saber bien a cuento de qué.

                         Idilio Montano y Liria María, corriendo a pie desnudo por las arenas, alegres
                  y alborozados como un par de niños traviesos, responden a gritos a los pampinos
                  provenientes de la oficina Santa Ana, o de la San Lorenzo, que los saludan mano




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