Page 59 - Santa María de las Flores Negras
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El herramentero había hecho un par de volantines con los colores patrios y la
estrella solitaria en el centro, y le pidió permiso a la señora Gregoria para que su
hija lo acompañara a elevarlos a la orilla del mar. La mujer, sorprendida por la
belleza y la perfecta confección de los volantines, accedió con la condición de que
los acompañara su hijo Juan de Dios.
—Eso ya lo habíamos pensado, señora —dijo presto Idilio Montano—. Por
eso mismo es que hice dos volantines.
Cerca de las cuatro de la tarde, enarbolando carteles y banderas, un gran
número de huelguistas nos dirigimos a proseguir el mitin en la plaza Prat. Entre las
banderas patrias de las distintas nacionalidades de los operarios involucrados en
el movimiento, sobresalían numerosos pendones blancos, símbolos con los que
queríamos destacar claramente nuestro ánimo pacifista. En una gran zarabanda
de bombos, pitos y tambores, marchábamos entre aplausos y gritos de adhesión
de los transeúntes y operarios de los gremios en huelga del puerto, mientras
desde los ventanales de las casas de los ricos —verdaderos palacios construidos
de finas maderas y en una arquitectura entre inglesa y limeña— ojos atónitos nos
observaban a través de los intersticios de los visillos y los cortinajes de color
damasco. Ellos esperaban ver cataduras y gestos criminales y oír amenazas de
muerte, y sólo divisaban hombres, mujeres y niños gritando algo sobre fichas,
cachuchos y balanzas, y riendo y aplaudiendo y haciendo bulla con sus
instrumentos como si el conflicto fuera en verdad un motivo de fiesta.
A medio camino entre la escuela Santa María y la plaza Prat, alguien de
pronto gritó algo apuntando hacia los cerros. Arriba, bajando lentamente las
peligrosas curvas y pendientes, venía llegando un humeante convoy proveniente
del interior. Eran más pampinos que venían a unírsenos a la huelga. En una alegre
y espontánea batahola, sin ponernos de acuerdo ni nada, cambiamos entonces de
viento y nos dirigimos cantando a la estación de ferrocarriles. Teníamos que darles
la bienvenida a esos hermanos solidarios que, al enterarse de que nos
quedábamos en Iquique luchando por una solución al conflicto, habían
abandonado también la pampa para venir a hacer causa común con nosotros.
Además de los coches de pasajeros, el tren venía con cuatro carros de ganado
enganchados a la cola, llenos también de huelguistas que gritaban sus consignas
y hacían señas de saludo a través de las rejas. El enorme gentío que abarrotaba
el convoy lo componían los concurrentes al mitin del pueblo de Zapiga, comisiones
de obreros enviadas por los huelguistas del cantón de Pozo Almonte y operarios
con mujeres y niños provenientes de Lagunas. Luego de algunos discursos
pronunciados en los mismos recintos de la estación ferroviaria, entre todos
formamos una gruesa columna y, en medio de una gran polvareda, siempre
cantando y dando vivas a la huelga, marchamos en dirección a la plaza Prat. Una
vez allí, toda esa enorme masa de gente, que sobrepasaba en mucho las siete mil
personas, nos situamos alrededor del monumento al héroe naval de Iquique,
capitán de fragata, Arturo Prat Chacón, para oír a los oradores que desde los altos
del kiosco de la música, bajo el tórrido sol de las cuatro de la tarde,
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