Page 57 - Santa María de las Flores Negras
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                  amistad de vecinos antiguos. A él le ha parecido adivinar en los gestos y tratos del
                  carretero una cierta atención especial para con ella. Aunque nunca lo ha
                  demostrado abiertamente, salvo por el hecho de no escupir ni estallar en malas
                  palabras ante su presencia. Esa misma  noche, por ejemplo, mientras él se
                  consumía contemplando a la mujer, el carretero había dormido como un querubín
                  acurrucado junto a Domingo Domínguez, roncando a coro sus pedregosos
                  ronquidos retumbantes. Sería muy mala cosa que su amigo tuviera algo que ver
                  con ella. Aunque no sería nada raro, pues  José Pintor, además de ser algunos
                  años más joven que él, es mejor apersonado  y más hablantino. «Al carajo», se
                  dice sulfurado, mientras deja el tazón en el suelo y enciende un Yolanda con gesto
                  torvo. Pero no puede dejar de pensar en ello. Gregoria Becerra lo atrae mucho. La
                  compara en su mente con la mujer que  fue su compañera de cama durante
                  catorce años y no puede creer que hubiera  resistido tanto tiempo junto a una
                  cristiana tan sosa de cuerpo como de alma. Esa mujer no se comparaba en
                  absoluto con esta hembra  poseedora de una férrea fuerza interior, una risa
                  flameante y un espíritu siempre al tope de la jovialidad y el entusiasmo.

                         —Lo veo muy pensativo, compadre  Olegario —dice de pronto Domingo
                  Domínguez, calentándose las manos en el tazón.
                         Olegario Santana no responde.

                         El barretero entonces se echa su sombrero hacia atrás, mira con un guiño
                  cómplice a José Pintor y luego le pregunta que si acaso echa de menos a sus
                  jotes.

                         Olegario Santana termina de tomarse el café de una sola gargantada, se
                  pasa el dorso de la mano por la boca y, mirando hacia la terraza del edificio en
                  donde se ha instalado el comité directivo de la huelga, se limita a decir:

                         —No he visto a los hermanos Ruiz.
                         —Para mí que a los hermanos Ruiz —se saca el palito y escupe por el
                  colmillo José Pintor— el conflicto se les escapó de las manos. Les quedó grande.
                         Cerca de las diez de la mañana, mientras hombres, mujeres y niños nos
                  preocupábamos de asear y ordenar un poco la leonera en que se había convertido
                  la escuela, supimos que en los salones de la Intendencia se había llevado a efecto
                  una junta que tenía que ver con nuestro movimiento. Presididos por el señor Julio
                  Guzmán García, y con el objeto de formar una comisión que se pusiera al habla
                  con los señores industriales y solicitarles que colaboraran en la solución del
                  conflicto, se habían reunido  las autoridades administrativas, eclesiásticas y
                  militares de la ciudad, además de algunos vecinos notables y gente ligada a la
                  empresa salitrera. Además se había  acordado pedirnos a los huelguistas un
                  memorial definitivo con cada uno de nuestros requerimientos, de tal modo que la
                  parte patronal tuviera en qué basarse para responder.
                         De esto se enteran los amigos a la hora del mediodía por intermedio de
                  Juan de Dios que, habiéndose ofrecido a la directiva para mandados menores, los




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