Page 56 - Santa María de las Flores Negras
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                  de puro asombro, demoraban su buen rato en darse cuenta en dónde carajo
                  estaban metidos y por qué.

                         A la hora en que el patio mayor de la escuela ya es un pozo rebalsado de
                  sol, en una de la cocinas de campaña, con su cabello recogido y arrebujado en
                  uno de sus pañuelos de seda, Gregoria Becerra comienza a preparar café caliente
                  para sus amigos. Cuando le sirve el tazón a Olegario Santana, sonriéndole
                  amablemente con su ancha sonrisa de matrona alentada, el calichero alarga sus
                  manos callosas y le da las gracias visiblemente conturbado. Ni siquiera se atreve a
                  mirarla a los ojos. Y es que por la noche, mientras todos yacían durmiendo
                  amontonados en el piso de la sala —las mujeres a un lado, los hombres al otro y
                  los matrimonios con hijos al fondo, lejos de las ventanas por donde pudiera
                  entrarles un mal aire a los niños—, él, con su espíritu desbocado en fantasías de
                  índole no muy santas, se desveló completamente observando dormir a la mujer.

                         Primero le había maravillado que Gregoria Becerra, acostada junto a sus
                  dos hijos, tendida de lado y con las manos entrelazadas bajo la mejilla, a la
                  manera de los niños, no hubiese cambiado de posición en toda la noche. Y ese
                  detalle, que reflejaba una serenidad interior innegable, le gustó sobremanera al
                  calichero. Y es que él era de esos locos que amanecen durmiendo con los pies
                  sobre la almohada o tirado en el piso a dos palmos del colchón. Cosa que
                  tampoco lo perturba demasiado, porque siempre ha pensado que mientras más
                  viejo se hace el hombre, menos posiciones tiende a adoptar en la cama, hasta
                  terminar quedándose inmóvil y privilegiando la  forense posición decúbito dorsal,
                  como preparándose de antemano para dormir el sueño eterno.

                         De manera que en tanto la mayoría de la gente, rendida y agotada, se
                  quedaba dormida de inmediato, Olegario Santana, contemplando dormir a la
                  mujer, supo que no iba a serle fácil conciliar el sueño. Además, mientras de los
                  patios le llegaba la plañidera música  de los operarios bolivianos que se habían
                  quedado pernoctando alrededor de las fogatas, y a su lado sentía los
                  interminables suspiros de amor del  joven herramentero —que tampoco podía
                  dormir mirando con ojos de brasas encendidas a Liria María—, desde los cuatro
                  costados de la sala le llegaba el silicoso concierto de ronquidos de los mineros
                  más viejos, interrumpidos de vez en cuando por las voces dormidas de los niños y
                  de las mujeres que hablaban en sueños; las mujeres preguntándose, con la misma
                  desesperanza de cada día, qué diantres  iban a hacer de almuerzo mañana,
                  virgencita santa, y los niños —sentándose de golpe y con los ojos abiertos—
                  prorrumpiendo en los improperios que no  podían decir despiertos frente a sus
                  padres. De modo que, sin poder pegar los ojos en toda la noche, con la
                  imaginación ya en franco desenfreno, el calichero se había puesto a pensar en
                  cómo sería, carajo, hacer el amor con esa mujer de aura tan plácida, de cuerpo
                  tan blanco y de respiración tan acompasada.

                         Ahora, mientras bebe el tazón de café humeante y ve a la mujer conversar
                  muy animada con su amigo José Pintor, Olegario Santana se pregunta,
                  ensimismado, que si entre los dos  viudos no habrá algo más que una simple




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