Page 48 - Santa María de las Flores Negras
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Ante la desesperación de Gregoria Becerra al ver que la gente vuelve a la
pampa y su hijo no aparece, los amigos deciden quedarse con ella. No se
moverán de su lado hasta que aparezca el niño. Total, dicen, quedarse un día más
en Iquique, no es ninguna tragedia. La pampa no se va a acabar.
—Nos vamos a morir todos y la pampa va a seguir existiendo —redondea
perogrullesco Domingo Domínguez, tratando de animar a las mujeres.
—Si en media hora no aparece el herramentero con el niño, nos vamos
nosotros también a recorrer la playa —dice José Pintor.
Media hora más tarde, extrañados de no ver todavía ningún tren con
huelguistas subiendo los cerros, y cuando ya comenzaban a planear para qué lado
de la playa se iba a ir cada uno, les llega de pronto en el aire el griterío ronco de
una muchedumbre acercándose. Sorprendidos hasta el alelamiento ven aparecer
entonces, por la misma calle por donde habían pasado a embarcarse,
acompañados ahora de los gremios iquiqueños que los alientan y avivan puño en
alto, a los miles de huelguistas pampinos cantando y gritando eufóricos que nadie
se vuelve a la pampa, carajo, que todo el mundo se queda en el puerto hasta las
últimas consecuencias. Sin embargo lo que emociona hasta las lágrimas a
Gregoria Becerra y a su hija, y maravilla hasta las carcajadas a Olegario Santana
y a sus amigos, es que a la cabeza de la procesión, caminando junto al dirigente
José Brigg, viene Juan de Dios en persona, sonriente y feliz de la vida.
El muchacho, luego de la reprimenda de su madre y de los abrazos
emocionados de su hermana, que no para de sollozar, dice, en medio de la
gritería, que como en la playa se les hizo tarde, él y los demás niños decidieron no
volver al centro, sino irse directamente a la estación, pensando que allá se
encontraría cada uno con sus padres. Y cuando, rodeándolo entre todos, le
preguntan qué diantres ocurrió en la estación que la gente se devolvió toda, Juan
de Dios comienza a contar a los gritos que cuando los pampinos llegaron a la
estación y vimos que los carros que nos habían puesto eran planos, de esos para
cargar sacos de salitre, los más empecinados empezamos a gritar que qué
demonios se creía todo el mundo que éramos nosotros para que vinieran a
tratarnos como animales, que no íbamos a viajar a ninguna parte amontonados
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