Page 50 - Santa María de las Flores Negras
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                  detrás suyo, ocultos entre el cortinaje de los ventanales, los señores Toro Lorca y
                  Viera Gallo, gesticulando y moviendo las manos, le iban dictando una a una las
                  palabras que él repetía como un loro en  su discurso. Después, a instancias de
                  nuestros cantos y gritos a favor de la huelga, y de nuestra decisión de no volver a
                  los recintos del hipódromo, hizo subir al comité de obreros para conferenciar sobre
                  lo que se podía hacer con nosotros por el momento.

                         Cuando después de un rato, José Brigg se asomó por uno de los balcones,
                  el silencio que se produjo fue impresionante. El mecánico anarquista de la oficina
                  Santa Ana, hijo de padres  norteamericanos y secretario en la fundación de la
                  delegación pampina de Huara —que a esas alturas, sin mostrarse demasiado, se
                  había alzado como el cabecilla natural de la huelga—, nos informó que las
                  autoridades nos ofrecían dos locales para alojarnos: el convento de San Francisco
                  para los hombres y la Casa Correccional para las mujeres.

                         Enardecidos, los pampinos contestamos que bajo ningún motivo
                  aceptábamos quedarnos en un convento. Y aludiendo a un reciente y sonado
                  escándalo de homosexualidad entre algunos  eclesiásticos del puerto, se oyeron
                  algunas voces ásperas gritando que no querían nada con «cacheros».
                         —¡El único de acuerdo en alojar con los curas es mi amigo José Pintor! —
                  grita muerto de risa Domingo Domínguez.
                         —¡Por mí se pueden ir al carajo esos cagacirios! —reclama José Pintor.

                         José Brigg volvió a entrar a la sala de conferencia. Al salir de nuevo al
                  balcón, en un tonito que sonó mucho más irónico que antes, dijo que ahora se nos
                  ofrecía albergue en el Regimiento Carampangue y en el Regimiento de Húsares.
                  Como a nosotros ese hospedaje nos olía francamente a prisión, lo rechazamos
                  también de inmediato con una gritería ensordecedora.
                         Al reaparecer por tercera vez, el tono del dirigente había cambiado.

                         —¡Ahora se nos ofrece como alojamiento la escuela Santa María! —dijo.
                         Eran las seis de la tarde. De inmediato, luego de aprobar por unanimidad el
                  lugar ofrecido, entonando cánticos y gritando consignas, mientras las comisiones
                  de cada oficina nos pedían orden y compostura a través de las bocinas, enfilamos
                  rumbo al establecimiento escolar.

                         De modo que cuando Idilio Montano, luego de recorrer kilómetros de playa
                  sin haber encontrado a Juan de Dios, vuelve al centro de la ciudad, lo encuentra
                  casi vacío de gente. Al ver que sus amigos no se hallan por ninguna parte, su
                  corazón empieza a martillarle el pecho desesperado. Y es que mientras recorría la
                  playa preguntando si alguien había visto a un niño de nombre Juan de Dios, de
                  éstas y de estas otras señas, se había  dado cuenta de lo muy enamorado que
                  estaba de Liria María. Nunca antes había sentido ese aleteo de pájaros helados
                  que estaba sintiendo en el vientre. Todo en esos instantes le era luminoso. En el
                  reflejo de las aguas veía el brillo de los ojos de su amada y en cada ola oía estallar
                  la flor de su nombre precioso. Pero de improviso, inmerso en su desvarío, había




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