Page 43 - Santa María de las Flores Negras
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                         Pasado un rato largo, cuando los miles de obreros acabildados bajo los
                  palcos de la Intendencia, achicharrados por el sol, ya comenzábamos a
                  despotricar por tanta demora, un integrante del comité, apareció en lo alto de la
                  tribuna. Era un joven patizorro de la oficina La Perla. Inmediatamente el silencio se
                  hizo general. El joven, papel en mano, el sombrero echado atrás y secándose la
                  frente con un pañuelo arrugado, comenzó a leer con un vozarrón de trueno que ya
                  se lo hubiera querido cualquier capataz de cuadrilla. La proposición hecha por las
                  autoridades consistía en que obreros y  patrones debían acordar una tregua de
                  ocho días como mínimo, tiempo que los agentes y las compañías salitreras
                  consideraban absolutamente necesario para consultar a sus jefes respectivos en
                  Inglaterra, Alemania y en los demás países europeos en donde tenían sus
                  despachos. Mientras tanto, y esto era lo esencial, los huelguistas deberían volver
                  a su trabajo en la pampa,  para lo cual ya se estaban preparando y poniendo a
                  disposición algunos convoyes del ferrocarril salitrero. Los señores industriales por
                  su parte se comprometían formalmente a dar contestación en el plazo acordado, y
                  que si ésta resultaba desfavorable, los obreros quedaban en pleno derecho a
                  abandonar sus faenas cuando estimaran conveniente.

                         Fue como si nos hubiese caído un rayo.
                         El descontento nos quemó el pecho por dentro y la rabia nos retorció las
                  tripas como vidrio molido. Nuevamente nos sentíamos engañados y humillados
                  por la soberbia y el desprecio de los industriales. Para esos marrulleros del carajo
                  cada uno de nosotros no era sino un número en las planillas, unos parias sin más
                  derechos que los de las mulas que arrastraban las carretas de caliche en la
                  pampa. Un ¡No! rotundo escapó entonces de las gargantas pampinas. Un clamor
                  colosal inundó todo el ámbito de la ciudad rechazando la propuesta y persistiendo
                  en el plazo de veinticuatro horas para  que los señores industriales dieran su
                  respuesta.

                         Y cuando la protesta de la muchedumbre comenzaba a subir de tono y los
                  ánimos se caldeaban peligrosamente, apareció en la tribuna el abogado, señor
                  Viera Gallo. Con su monóculo en la mano y su eterna sonrisita de beato en
                  domingo de ramos, tras saludar a la masa con un afectado gesto de paternidad, el
                  abogado infló sus plumas en un carraspeo solemne y luego se soltó en un florido
                  discurso de tono rimbombante, una perorata en la que no pudo dejar de sacar a
                  colación, junto a los grandes intereses de  la patria, la roja sangre araucana, la
                  valentía de nuestros héroes, la hermosa  bandera tricolor jamás arreada ante el
                  enemigo, y otras lindezas por el estilo.  «Vosotros, soldados de acero —terminó
                  diciendo retóricamente el abogado—, vosotros que habéis cruzado infatigables y
                  serenos las candentes arenas de la pampa que se dilatan infinitas en el horizonte;
                  vosotros que habéis delegado en un comité directivo todas las atribuciones, ahora
                  tenéis el deber de acatar esa resolución, pues dicho comité ya lo aprobó y por
                  consiguiente os toca sólo obedecer y guardar silencio».
                         —Esas son paparruchadas de futre leído —masculla Olegario Santana.






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