Page 49 - Santa María de las Flores Negras
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como sacos de salitre en esos carros sin protección ni seguridad ninguna. Y es
que nosotros sabíamos mejor que nadie que viajar en ellos era un peligro vivo,
que a los tumbos y vaivenes de las numerosas curvas de la vía férrea,
especialmente en la escarpada subida de los cerros, se podía fácilmente sufrir un
accidente fatal, pensando sobre todo que la mayor parte del viaje se haría de
noche y que con nosotros iban guaguas, niños y mujeres. Y mientras discutíamos
esto con los compañeros que ya se habían acomodado en los carros, los
huelguistas de los gremios iquiqueños, amontonados en el Cerro de la Cruz, nos
gritaban a todo pulmón que no volviéramos a la pampa, que nos quedáramos en el
puerto, que entre todos podíamos llegar a doblarle la mano a los capitalistas
zarrapastrosos. «No entreguen la oreja, hermanos pampinos», repetían a todo
grito los iquiqueños, agitando sus banderas. Y muchos de ellos, rompiendo el
cerco de las tropas que los mantenían alejados de nosotros, bajaban corriendo
hasta la explanada de la estación y allegándose a la línea del tren increpaban
duramente a los que ya se habían embarcado. «Parecen una manada de carneros
acurrucados ahí encima», les gritaban incitándolos. Y en tanto sucedía esto, el
abogado, señor Viera Gallo, que nos había seguido en su automóvil de lujo hasta
el embarcadero, trataba de convencernos por todos los medios de que no
hiciéramos causa común con los obreros de Iquique, que éstos eran una manga
de flojos, una cáfila de mañosos poco acostumbrada al trabajo. Pero nosotros, ya
con el ánimo exaltado, y enrabiados por el desprecio de que éramos víctimas por
parte de autoridades y patrones, resolvimos de pronto no regresar al trabajo, no
volver a la pampa, quedarnos todos en el puerto a luchar hasta el final por
nuestros derechos. Y cuando la muchedumbre vociferante, al grito de ¡A la plaza
de armas! ¡A la plaza de armas!, comenzó a devolverse toda hacia el centro de la
ciudad, los militares que nos custodiaban quedaron en un momento rodeados y
embotellados, a completa merced de la turba. Sin embargo, nadie levantó una
mano contra ellos ni hizo el menor ademán de agredirlos. Esa fue sin duda una de
las tantas demostraciones del espíritu pacifista que nos movía, y que mantuvimos
durante todo el tiempo que duró la huelga.
Luego de llevar a efecto un gran mitin en la plaza Prat, en donde se hicieron
encendidas proclamas en contra de los patrones, la consigna unánime fue ir
nuevamente hasta la Intendencia. Allí, alarmado por la gritería ensordecedora del
gentío, por uno de los balcones del edificio se asomó la figura de don Julio
Guzmán García, sorprendido y demudado.
Cuando momentos más tarde nos dirigió la palabra, su tono ya no era el
que había usado hasta entonces —por cierto, nosotros no sabíamos aún de su
pedido urgente de tropas para el puerto ni del telegrama del Ministro del Interior en
el que se le ordenaba reprimirnos con firmeza, «sin esperar a que los desórdenes
tomaran cuerpo»—. En una perorata pausada y cortante, llena de despropósitos,
el señor Intendente nos dijo entonces, entre otras burradas del mismo calibre, que
el dinero para pagarnos no era suyo sino de los salitreros, y que él no podía
ponerle una pistola al pecho a los señores industriales para que nos concedieran
lo que reclamábamos. Pero mientras hablaba, muchos nos dimos cuenta de que
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