Page 45 - Santa María de las Flores Negras
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                         Luego de las palabras de Domingo Domínguez, y de las improvisaciones de
                  otros operarios envalentonados por la aclamación dada al barretero, se reanudó
                  nuevamente el parlamento entre las  autoridades y la delegación de los
                  huelguistas. Y después de otra hora de  debates, mientras en la calle todos
                  gritábamos y queríamos hacer uso de la palabra, apareció en el balcón el señor
                  Julio Guzmán García. En la expresión de su rostro percibimos algo que de entrada
                  nos dio mala espina. Con su voz de flauta y sus ademanes de caballero remilgado,
                  el Intendente nos anunció, complacido, que al fin se había logrado una resolución
                  final. Que, de común acuerdo con los dirigentes obreros, se había llegado a la
                  conclusión categórica que de todas maneras se necesitaba el plazo de ocho días
                  pedido por los señores salitreros para tener una contestación definitiva a nuestras
                  reclamaciones. Que ese punto era ineludible. Y que mientras tanto podíamos
                  volver tranquilos a la pampa, porque él, como primera autoridad de la provincia,
                  nos prometía que todas y cada una de nuestras peticiones serían expuestas
                  claramente. Que tuviéramos confianza en sus palabras. Y que en la eventualidad
                  de que, cumplido el plazo fatal, nuestro  petitorio no fuera aprobado por los
                  patrones, podíamos estar seguros de que  él mismo, el Intendente en persona,
                  pondría trenes en las estaciones de cada una de las oficinas salitreras para que
                  bajáramos a Iquique.
                         Mientras la autoridad hablaba, un silencio de duelo comenzó a cernirse
                  sobre la muchedumbre. Decepcionados y  amargados hasta casi el llanto, los
                  pampinos nos mirábamos las caras unos a otros sin entender muy bien qué carajo
                  era lo que ocurría. Lo único que empezábamos a sentir claramente era que
                  habíamos atravesado medio desierto por las puras arvejas.

                         La autoridad provincial terminó diciendo que a las cinco de la tarde estarían
                  listos los trenes que nos conducirían de vuelta a nuestras faenas. Que aquí se
                  quedaban nuestros representantes, en número de cinco por oficina, para defender
                  la causa. «Ellos —remató, tratando penosamente de emular la arenga del capitán
                  Arturo Prat— sabrán cumplir con su deber».

                         Después de esto, el gentío comenzó a disgregarse refunfuñando
                  amargamente. El desgano había hecho presa de todos. El grueso de los
                  huelguistas se encaminó hacia los recintos del Club Hípico en donde, según se
                  había dicho desde los balcones de la Intendencia, antes de partir a la pampa se
                  nos serviría un trozo de carne asada de dos bueyes chunchos beneficiados
                  especialmente para nosotros. Otros,  en tanto, los que andaban con mujeres y
                  niños, aprovechando el poco tiempo que  les quedaba en el puerto, se fueron a
                  conocer los paseos de la ciudad o a caminar por la playa. Como en esos mismos
                  instantes comenzó a correr la voz que un grupo de veintidós mujeres, rezagadas
                  en la marcha, habían asomado medio muertas de cansancio en el cerro, por el
                  lado de los estanques de agua, un numeroso grupo de pampinos resolvió
                  inmediatamente subir a recibirlas. Y  porque se decía que junto a las mujeres
                  venían algunos niños enfermos, una tropa de soldados subió también para
                  bajarlos al anca de sus caballos.





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