Page 46 - Santa María de las Flores Negras
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                         Al terminar la concentración, mientras la trifulca de gente se revuelve y
                  desparrama en todas direcciones, y Domingo Domínguez y José Pintor reclaman
                  en voz alta que de nuevo nos han guaneado estos gringos del carajo, que ahora
                  hay que sentarse en una piedra a esperar  la respuesta al petitorio, pues los
                  barones de Londres van a contestar para las calendas griegas, Gregoria Becerra
                  se da cuenta de que su hijo Juan de Dios no se ve por ninguna parte. «Lo único
                  que faltaba», se dice nerviosa. Primero les pregunta a sus amigos si alguno ha
                  visto por ahí a ese pergenio de porquería. Luego se acerca a preguntarles a cada
                  uno de los conocidos que encuentra a su paso. Después, ya tomada
                  completamente por los nervios, empieza a correr de un lado a otro hurgando y
                  averiguando entre los grupos de gente que  se disuelven con sus banderas y
                  carteles plegados bajo el brazo. Todo en  vano. Ahora que hay que volver a la
                  pampa, el niño parece haberse desvanecido en el aire. La angustia hace presa de
                  Gregoria Becerra y Liria María comienza a llorar.

                         Los amigos resuelven que lo más conveniente en esos casos es repartirse y
                  buscar en varios puntos a la vez. Olegario Santana y Domingo Domínguez irán a
                  buscar en los recintos del Club Hípico; Idilio Montano y José Pintor recorrerán las
                  calles aledañas a la Intendencia. Gregoria  Becerra se quedará junto a su hija
                  esperando ahí mismo, por si el niño regresa.

                         —Tan difícil de manejar que me salió este niño —se mesa las manos con
                  desesperación, Gregoria Becerra—. Si es como tirar un burro de la cola.
                         Mientras madre e hija aguardan mirando y fijándose en cada niño que pasa
                  ante ellas, un gran contingente de soldados, marineros y policías a caballo,
                  comienzan a copar las calles principales. De igual forma, cual si hubiesen estado
                  aguardando el final del mitin encajonadas a la vuelta de la esquina, varias bandas
                  militares empiezan a recorrer el centro interpretando aires marciales y melodías de
                  moda para deleite de la gente que, en medio de una dorada nube de polvo,
                  remolinea y las sigue llenas de entusiasmo. En medio de su angustia, Gregoria
                  Becerra se da cuenta de que muchos pampinos se han dejado emborrachar la
                  perdiz y comienzan a convencerse de que  todo se ha solucionado para bien, y
                  hasta se muestran felices de la situación.
                         Cuando una hora más tarde, sudorosos y agitados, los amigos vuelven a
                  reunirse con Gregoria Becerra, ésta y su hija, afligidas hasta las lágrimas, se han
                  sentado en la vereda esperando y rezando a la Virgencita de la Tirana. Aunque
                  todos vienen con las manos vacías, el carretero trae el dato esperanzador de que
                  un grupo de niños, al enterarse de que a las cinco de la tarde regresaban a la
                  pampa, se escabulleron hacia la playa con la intención de darse un baño de mar
                  antes de partir. Cuando Idilio Montano se ofrece para ir en su busca, Liria María,
                  con sus mejillas pálidas hasta la transparencia, pide a su madre que si puede
                  acompañarlo.
                         —Mejor que vaya el joven solo —dice asonambulada Gregoria Becerra—.
                  Sería una lindura que ahora perdiera también a mi hija.





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