Page 44 - Santa María de las Flores Negras
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                         —¡Puras bolas de político patrañero! —recalca a su lado José Pintor.
                         Y cuando Domingo Domínguez, que se ha ido corriendo de a poco hacia
                  adelante, está a punto de saltar a la palestra a rebatir al abogado pendejo, el joven
                  dirigente obrero que había leído las bases propuestas, toma de nuevo la palabra.
                  Sin amilanarse ni temblarle el bigote, mirando directamente a la cara del abogado,
                  dice que el caballero está equivocado  medio a medio; que el comité no ha
                  aceptado tales bases; que lo que ha hecho es recibirlas y ahora las presentaba a
                  la asamblea para que ella acordara su aprobación o repudio.
                         —¡Las repudiamos! —fue el grito que a una sola voz se oyó en la multitud.
                         Domingo Domínguez, entonces, exaltado hasta la inflamación, forma bocina
                  con las manos y se hace oír por sobre el bullicio de la turba diciendo que grandes
                  causas se han perdido a través de la historia por culpa de algunos próceres
                  campanudos que con su oratoria ampulosa han logrado engatusar a las masas.
                  Tras el instante de silencio que se hace entre los huelguistas, y para sorpresa de
                  sus amigos, el barretero aparece de pronto encaramado en lo alto de la tribuna.
                  Allí, echando mano a todas sus dotes teatreras, con tanta o más prosopopeya que
                  el propio abogado Viera Gallo, y olvidando por completo el problema de su
                  dentadura floja, improvisa un sublime discurso que es ovacionado largamente por
                  los huelguistas.
                         —Yo, obrero de la pampa —comienza diciendo en tono engolado Domingo
                  Domínguez—, átomo insignificante de la sociedad, levanto mi voz para rebatir la
                  verba arrebatadora del señor abogado aquí presente. Mis palabras tal vez no
                  alcancen a desvanecer el influjo magnético dejado en el aire por el gran orador
                  que es el señor Viera Gallo, pero sepan ustedes que ellas de ninguna manera son
                  el hueco cascabeleo de los trajes de pierrots, sino que nacen del fondo más íntimo
                  de mi alma. Mis palabras son la expresión sincera del obrero que, vegetando en
                  las candentes arenas del desierto, como ha dicho el mismo señor abogado, ha
                  venido aquí nada más que a reclamar justicia. No somos una tracalada de salvajes
                  sin Dios ni ley, ni traemos bandera de exterminio para nadie, sólo queremos algo
                  tan simple como que se nos pague un salario justo, a un tipo de cambio de 18
                  peniques, que es la cosa más legítima del mundo. Pues debo decir que ellos, los
                  señores industriales, en nada se perjudican con la baja del cambio, muy al
                  contrario, aprovechando esa circunstancia, nos quitan a nosotros la mitad del
                  jornal que nos pagaban antes. Es inútil entonces que en estas condiciones se
                  recurra al manoseado expediente de hablarnos en nombre de la patria y sus
                  gestas gloriosas. Eso es como querer engañar a unos niños con lentejuelas de
                  clowns  de circo. No nos vamos a dejar  convencer con esa clase de arengas
                  patrioteras, pues no es posible que hayamos hecho un sacrificio estéril, no es
                  posible que hayamos echado el bofe caminando por las arenas del desierto, con
                  mujeres y niños a cuestas, para volver a las calicheras con apenas una frágil
                  ramita de esperanza entre las manos, una pobre esperanza que mañana
                  seguramente se disipará sin remedio al primer soplo del viento pampino.






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