Page 52 - Santa María de las Flores Negras
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gas. En el centro del jardín se erguía una pérgola, también de madera, muy similar
a los kioscos de música de las plazas pampinas. Al salir a uno de los patios
alguien le dice a Idilio Montano que algunos huelguistas se han instalado en unos
barracones de la calle Barros Arana, a la vuelta de la escuela, los que han sido
cedidos por sus dueños. Pero ahí tampoco encuentra a la joven.
Al regresar de nuevo a la escuela ya está anocheciendo, y la desesperación
lo hace pensar cosas cada vez más siniestras. Al traspasar el portón de entrada
se encuentra a bocajarro con los dos calicheros a quienes Domingo Domínguez
había bautizado como la Confederación Perú-boliviana. Los hombres están
bebiendo a escondidas de una botella de aguardiente que el boliviano oculta
debajo del paletó. Idilio Montano rechaza el trago que le ofrecen y, con el rostro
contrito, les cuenta que no puede hallar a sus amigos. Los hombres le preguntan
que si por acaso el paisanito chileno no los ha buscado en el circo. Insultándose
entonces y diciéndose a sí mismo que es más tonto que una cuchara de palo,
Idilio Montano corre ansioso hacia el circo instalado en una esquina del sitio eriazo
que llaman Plaza Montt y que él, al llegar, sólo había mirado de soslayo, casi sin
verlo.
En el circo, bajo cuya carpa se ha refugiado un buen número de pampinos
—algunos acomodados en los tablones de la galería y otros recostados en el
aserrín de la pista—, Idilio Montano divisa a sus amigos conversando con dos
hombres de aspecto extraño y una mujer que sostiene un monito encadenado
sobre sus hombros. Entre ellos, de pie junto a su madre, el rostro aureolado de
Liria María le hace volver el alma al cuerpo. Idilio Montano se acerca aparentando
calma, tratando a duras penas de que su corazón ávido no se le salga disparado
por la boca. Cuando los amigos lo saludan alborozados, ni siquiera se extraña
mucho de ver en medio del ruedo a Juan de Dios, sonriendo inocentemente, como
si nada hubiera pasado. Gregoria Becerra, tras disculparse compungidamente, le
cuenta a grandes trazos la forma increíble en que encontraron al perla de su hijo y
le informa que, como las salas en donde se han rejuntado los huelguistas de San
Lorenzo y los de Santa Ana están repletas, ellos han optado por instalarse con
gente de otras oficinas en una dependencia al costado derecho de la entrada de la
escuela.
Domingo Domínguez los interrumpe para presentar a Idilio Montano con el
empresario del circo, don Juan Sobarán, un hombre de gran corazón que
generosamente ha cedido su carpa para alojar a algunos huelguistas, dice el
barretero. Después, haciendo gala de un afectado desplante social, repite lo
mismo con el otro hombre, un individuo que no para de mostrar sus dientes en una
sonrisita congelada y que se presenta a sí mismo como Heraldo de los Santos,
malabarista, contorsionista y equilibrista de la cuerda floja. Por último, repite el
numerito con la mujer que en esos momentos había ido tras el monito que se
había zafado de su cadenilla. La joven, una rubia de facciones delicadas y
expresión ligeramente anémica, acomodando de nuevo al monito sobre sus
hombros, se presenta como Garza Muriela, la bailarina del circo. Y apuntando al
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