Page 51 - Santa María de las Flores Negras
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                  caído en la cuenta de algo que le hizo estremecer todo el armazón de sus pobres
                  huesos: desde el momento en que conoció a Liria María, de eso iba a hacer dos
                  días y dos noches enteritas, nunca había estado tanto tiempo sin verla; nunca se
                  había sentido tan lejos del  influjo protector de su ojos hechiceros. Su mente
                  entonces fue presa de un temor irracional. Bastaba sólo que algo ocurriera en el
                  mundo en ese momento para que él nunca más volviera a encontrarse con ella,
                  para que nunca más volviera a verla. Y  tan fuerte había sido la sensación de
                  desamparo que embargó su corazón de enamorado, que sintió la necesidad
                  urgente de volver a la ciudad enseguida,  de correr sin pérdida de tiempo al
                  encuentro de su mirada.

                         Cuando alguien en la esquina de las calles Zegers y Linch, le cuenta lo que
                  ha ocurrido con los huelguistas pampinos, Idilio Montano se siente revivir. A toda
                  carrera, casi llorando de emoción, se dirige hacia el establecimiento escolar, a tres
                  cuadras de distancia.
                         A esas horas la Escuela Santa  María se hallaba repleta de gente
                  vociferante. Cada una de las salas de  clases era una ensordecedora olla de
                  grillos. En medio de un fenomenal barullo de cantos, gritos, silbidos y llantos de
                  niños, los huelguistas arrumbábamos pupitres, abríamos ventanas, sacudíamos el
                  polvo, demarcábamos territorio, ordenábamos nuestros petates y tratábamos de
                  acomodarnos de la mejor manera posible. La escuela estaba construida para
                  albergar a mil alumnos y nosotros éramos más de cinco mil almas; cinco mil
                  cristianos que, en su mayoría, nunca antes en su vida de pobres habían entrado a
                  una escuela. Mientras algunos clavaban letreros con el nombre de las oficinas
                  respectivas en las puertas de las aulas, otros lo voceaban a grito limpio subidos
                  sobre los tiestos de la basura para que cada cual se ubicara con sus cada cuales.
                  En tanto en los patios ya comenzaban a humear algunas cocinas de campaña
                  enviadas de los regimientos y un par de fogones encendidos en el suelo en donde
                  algunas mujeres se afanaban en guisar nuestra primera comida caliente en varios
                  días.

                         Sintiendo un fuerte retumbar en el pecho, Idilio Montano recorre la escuela
                  de arriba a abajo. En las salas en donde se han juntado algunos de los huelguistas
                  de la oficina San Lorenzo, nadie sabe darle noticias de sus amigos. Y en las que
                  se han reunido los de la oficina Santa Ana, que es donde hay más gente, nadie ha
                  visto a Gregoria Becerra ni a sus hijos. Obnubilado completamente, el
                  herramentero ya no piensa ni en sus amigos, ni en el niño que aún debe andar
                  perdido por ahí a la buena de Dios, ni en su pobre madre que a esas horas debe
                  estar loca de dolor. Su única obsesión es Liria María.

                         Las dependencias de la escuela —disponibles en esos momentos porque
                  los alumnos se hallaban en espera de sus exámenes de fin de año—,
                  conformaban una inmensa casona de madera construida en los tiempos en que la
                  ciudad pertenecía a la República del Perú. Cubierta con techos de calamina y un
                  mirador que daba hacia la plaza Manuel Montt, tenía además dos amplios patios
                  de tierra y un gran portón antepuesto a un pequeño jardín adornado con faroles de




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