Page 53 - Santa María de las Flores Negras
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gracioso animalito vestido de pantalón azul y camiseta a rayas rojas y blancas,
encaramado ahora sobre su cabeza, dice que él es Filibaldo, y que como el joven
se habrá dado cuenta, aún no está del todo enseñado. A Idilio Montano la bailarina
le parece una fina muñequita de loza.
Luego de las presentaciones, el señor Juan Sobarán, ciudadano peruano
avecindado en Iquique, termina de explicarles que el circo ha decidido solidarizar
con los huelguistas de la pampa, y que por lo tanto se han suspendido las
funciones anunciadas en los volantes para mañana martes. Ante el gesto de
decepción de Liria María y de Juan de Dios, el empresario les promete, con
aspaventosos gestos de zalamería, que en cuanto se arregle el conflicto, el circo,
en celebración de tal hecho, dará una función de entrada gratis para los niños y
para toda la esforzada gente venida de la pampa.
El circo Sobarán era famoso en toda la región de Tarapacá no tanto por sus
funciones circenses, sino por ser también el escenario de violentos matchs de
boxeo. Se decía que su mismo dueño, el cholo Juan Sobarán, había sido
campeón de lucha en sus buenos tiempos. Muchos de los huelguistas que
prefirieron arrancharse en la carpa habían sido testigos alguna vez, en sus
bajadas a Iquique, de las salvajes peleas que allí se llevaban a efecto. Se trataba
de encarnizados combates y no de simples tongos ni peleas de boxeadores
livianitos como las que solían verse en otras partes. En la lona del circo Sobarán
se habían disputado memorables peleas sin tiempo pactado, es decir, hasta que
uno de los adversarios se quedara tirado sin aliento en el suelo. El último de estos
combates, recordado como uno de los más sangrientos que se hubiesen llevado a
efecto, había sido el que sostuvieran, no hacía un año todavía, el inglés James
Perry y el norteamericano William Daly. Combate que duró exactamente cuatro
horas, catorce minutos y cincuenta y nueve segundos. Los contrincantes pelearon
bárbaramente desde las nueve de la noche hasta pasada la una de la madrugada,
sin dar ni pedir cuartel.
Después de recorrer la carpa, los amigos regresan a la escuela. Momentos
más tarde, cuando sentados a la vera de uno de los fogones se preparan a comer
algo «para calentar las tripas», como dice José Pintor, en un descuido de Gregoria
Becerra, Idilio Montano por fin puede acercarse a Liria María. Sus ojos negros
brillan enfebrecidos.
—Creí que nunca más en la vida la volvería a ver —le susurra al oído, casi
temblando.
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