Page 35 - Santa María de las Flores Negras
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                         Apenas el día clareó del todo los  soldados dieron la orden de bajar.
                  Entonces, como un lento aluvión humano, los miles de huelguistas que
                  conformábamos la columna comenzamos a descender los cerros emocionados
                  hasta el llanto por la visión de la ciudad que, a esas horas de la mañana, con sus
                  treinta y ocho mil habitantes recién censados, se desperezaba ahíta de sol y de
                  mar allá abajo. Jadeantes, llevando en las manos nuestros pobres zapatos
                  desbaratados, bajábamos los grandes cerros de arena deslumbrados por el fulgor
                  del océano resplandeciendo a todo lo largo del horizonte. Pero aunque grande era
                  nuestro encandilamiento, sobre todo ante el espectáculo formidable de las
                  decenas de veleros de banderas extranjeras surtos en la bahía, nuestros pobres
                  hijos nacidos en las sequedades de la pampa no podían más de asombro y se les
                  atarantaban los ojos ante la inmensidad del mar, pues ni en sus sueños más
                  azules se habían imaginado el esplendor de «tanta agua junta».

                         Al llegar a la explanada, todo el mundo sintió deseos de echar a correr, de
                  desgranarse por las coloridas calles del puerto que nos esperaba atónito  y
                  expectante. Pero los soldados no nos dejaron romper filas. Y arreándonos como a
                  un hato de ganado flaco nos desviaron hacia  los recintos cercados del Club
                  Hípico, el  Sporting Club,  como lo llamaban los más siúticos, enclavado en las
                  afueras del lado sur de la ciudad.

                         Mientras la mayoría de nosotros, rotos y ajetreados hasta el calambre,
                  acataba en silencio las órdenes de los uniformados, otros refunfuñaban que no
                  éramos ningunos perros apestosos ni criminales sueltos para que vinieran a
                  tratarnos de ese modo. De todas formas, un gran número de hombres y mujeres,
                  de los que tenían familiares o amigos en el puerto, lograron escabullirse por entre
                  la caballería para perderse en medio de los madrugadores grupos de vecinos que
                  aguardaban nuestra llegada encaramados en los postes del alumbrado público, o
                  subidos sobre los techos de sus propias casas de madera.
                         A toda esa gente rasa de la ciudad,  que nos veía llegar con expresión
                  estupefacta, debimos de parecerles una peregrina tormenta de arena proveniente
                  desde el interior del desierto, una extraña horda de bárbaros inofensivos —ellos
                  que esperaban ver rostros patibularios y muecas bravuconas— invadiendo la





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