Page 36 - Santa María de las Flores Negras
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placidez matinal de su histórica bahía. Algunas piadosas damas iquiqueñas, todas
de familias más bien pobres, se nos acercaban, solícitas, con botellas de agua,
panes recién amasados y bolsas de naranjas y mangos frescos, y se largaban a
llorar de pura humanidad al ver el estado lamentable de nuestras mujeres y niños
más pequeños. Ellos, con sus labios descuerados, la piel de la cara asollamada y
enarenados de pies a cabeza, trataban lastimosamente de sonreír en gesto de
agradecimiento.
En esos instantes, en el fondo de nuestros corazones, nos sentíamos poco
menos que unos parias frente a las miradas compasivas de esa gente que nos
recibía con gestos amables y palabras de ánimo. Éramos tal vez los hombres que
más duro trabajábamos en la faz del planeta y, sin embargo, ante los habitantes
de la ciudad parecíamos ser sólo unos pobres menesterosos dignos de
conmiseración. Algunos de entre nosotros se negaban a recibir nada. Ellos eran
trabajadores que venían a reclamar lo justo ante las autoridades y no a mendigarle
a nadie. Ni menos a robar o a saquear como villanamente se había hecho correr el
rumor entre la gente acomodada de Iquique. Tal como días atrás, en el editorial
del diario El Pueblo Obrero, se había dicho que en ocasiones los trabajadores del
mundo se unificaban en la entonación del patriótico himno de la Marsellesa —no
para destruir ninguna Bastilla, sino para hacer frente a la explotación sin control
del ensoberbecido capitalista extranjero—, del mismo modo, esa mañana no era
otro el sentimiento que nos embargaba a los que llegamos caminando a Iquique.
Todos sentíamos que de verdad nos encontrábamos en uno de esos momentos
solemnes y dramáticos en que la altivez y la dignidad del espíritu del hombre están
puestas a prueba. Y llenos de orgullo nos decíamos que así como en las horas
que afligieron a la patria, los pampinos estuvimos listos a defenderla, de igual
modo ahora había sonado el clarín que nos anunciaba la hora de luchar en algo
mucho más grande, mucho más trascendente, mucho más humano: el conflicto de
la miseria.
Una vez instalados en la elipse del hipódromo, y para asegurarse de que no
nos desbandáramos hacia la ciudad, el recinto fue rodeado inmediatamente por
soldados del Regimiento Granaderos. Tenían razón por lo tanto los que
reclamaban airados que más que obreros en huelga semejábamos prisioneros de
guerra. Y aunque éramos operarios de distintas oficinas y cantones, y muchos de
nosotros no nos habíamos visto antes ni en peleas de perros, estos avatares del
conflicto nos unían y hacían compartir como si de verdad hubiésemos sido
amigos, compadres o vecinos de toda la vida. Y pegados a las cercas que
rodeaban el campo de carrera contemplábamos fascinados el movimiento de la
ciudad que, con sus coches tirados por caballos, el pregón tempranero de sus
aguadores y sus lentas carretas repartidoras de pan, ya comenzaba a despertarse
del todo allá a la distancia. «Parecemos monos mirando para la pista de baile»,
decían sonriendo los más enteros de ánimo.
A la gente de Iquique que por curiosidad se acercaba a mirarnos —y se
quedaba tras las rejas contemplándonos con una mezcla de conmiseración y
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