Page 31 - Santa María de las Flores Negras
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El niño tiene el rostro curtido por el sol del desierto y, lo mismo que a todos
los chiquillos pampinos, se nota que le estorban los zapatos, que está
acostumbrado a andar descalzo, que sus talones tienen tegumentos de perro. A
Olegario Santana le recuerda su propia infancia. Él también había crecido a pata
pelada y a campo raso, pastoreando cabras por el cerro. Los pocos niños que
conoció entonces eran tan ariscos como él, y el único pasatiempo que tenían en
esos valles perdidos de la cordillera era matar pájaros, ahuyentar al puma que a
veces bajaba a diezmar las ovejas y, de vez en cuando, a la hora de la siesta, más
por maldad de niños que por afán de lascivia, fornicarse a algún animal de los
mansos. Aunque muy pronto habían descubierto, sin mucho asombro por cierto,
que esto último no lo hacían solamente ellos. Lo supieron una tarde, luego de un
sarandeado temblor de tierra, cuando encontraron al pastor Primitivo Rojas
aplastado por una gran piedra a cuya sombra, al parecer, descansaba al momento
del temblor. Debajo de la roca se le asomaban los puros pies planos. Y cuando
entre todos, hombres, mujeres y niños del lugar, haciendo palanca con palos
lograron levantar la piedra, vieron con sorpresa que Primitivo Rojas, hombre
casado y padre de una chorrera de hijos, que se las daba de beato y se llevaba
todo el tiempo hablando de una supuesta aparición de la Virgen de Andacollo,
tenía los pantalones apeñuscados a los tobillos y, agarrada con ambas manos,
una gallina castellana ensartada en la entrepierna.
Cuando Olegario Santana y Juan de Dios acababan de incorporarse al
grupo de amigos, aparece un derripiador de la oficina La Perla reclamando de
manera furibunda en contra del niño. El hombre, un pasicorto de boca torcida, que
huele fuertemente a alcohol, alega enardecido que ese barrabás del demonio,
junto a una banda de mataperros como él, han golpeado a su hijo y le han quitado
la chomba de lana para destejérsela y usar las hebras para elevar sus cambuchas.
Y completamente fuera de sí, se abalanza encima de Juan de Dios para golpearlo.
Como ni José Pintor ni Domingo Domínguez logran calmar al derripiador —al que
tienen atajado a duras penas—, Olegario Santana se le planta por delante y dice
roncamente que suelten nomás al macaco, que él se hace cargo. Todos entonces
ven como al hombrecito le cambia la expresión del rostro y se tranquiliza
enseguida. Ha bastado que el «Jote Olegario» se abriera un poco el paletó negro,
y el otro viera brillar el corvo de acero asomándose en la faja, para que se le
encogiera el ombligo y luego comenzara a retirarse rezongando barbaridades y
dándole de puntapiés a su propio hijo.
—¡Por eso que este diablazo no se quita el paletó ni para ir a hacer detrás
de los morritos! —dice festivo Domingo Domínguez.
Gregoria Becerra, que ha mantenido abrazado a su hijo todo el tiempo,
dispuesta a enfrentarse ella misma con el hombre de haber sido necesario, mira a
Olegario Santana con agradecimiento. Luego pregunta al niño si en sus andorreos
por la columna ha visto a José Brigg, que este asunto hay que denunciarlo
enseguida a los dirigentes. Que no es bueno que se ande consumiendo licor en la
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