Page 38 - Santa María de las Flores Negras
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                         —Además esos buques parecen estar apuntando sus cañones
                  directamente hacia nosotros —dice volteando la vista hacia la playa.

                         Luego de haber repartido pan y café, y cuando en medio de una arrebatiña
                  descomunal todo el mundo le compraba queso y charqui a doña Flora, una
                  vendedora monumentalmente gorda que se estaba haciendo la América con su
                  mercancía entre tanto muerto de hambre, llegó al recinto el Intendente suplente,
                  don Julio Guzmán García. Ahí recién nos vinimos a enterar muchos de nosotros
                  de que el Intendente titular estaba renunciado y que se había ido a Santiago sólo
                  unos días antes.

                         La primera autoridad de la provincia llegó acompañado del jefe interino de
                  la División de Ejército, don Agustín Almarza, y de un par de vecinos notables de
                  Iquique: don Santiago Toro Lorca y el abogado don Antonio Viera Gallo. Un gran
                  número de obreros se arremolinó entonces en torno a ellos hablando a gritos y
                  tratando de hacerse oír todos a la vez en una sola y gran chimuchina en donde las
                  mujeres pedían a gritos un control de  peso y medida en las pulperías y los
                  calicheros vociferaban que se debiera prohibir de una vez por todas, carajo, que
                  los administradores arrojaran el caliche  de baja ley a la rampla para después
                  elaborarlo sin haberlo pagado, mientras  el resto de las voces se alzaba
                  reclamando el pago de salario a razón de  18 peniques y que el cambio de las
                  fichas debiera ser por su valor nominal y sin ninguna clase de descuentos.
                         Como en medio de tanto minero rudo y sin un ápice de educación, el señor
                  Intendente, un caballero de aspecto delicado, vocecita aflautada y bañado en agua
                  de olor, se sintiera sofocado y a punto de desmayarse, sus acompañantes optaron
                  por rescatarlo del tumulto y, casi en brazos, meterlo en una de las dependencias.
                  Después, llamando al orden y la compostura, pidiendo a gritos un poco de
                  urbanidad y buenas maneras, dijeron que sólo seguirían parlamentando con los
                  integrantes de un comité elegido por nosotros mismos, y que la reunión se haría a
                  puertas cerradas. Entonces, rápidamente se improvisó un comité formado por un
                  dirigente de cada oficina en huelga, para que se encerrara a conferenciar con las
                  autoridades.
                         Entablada la reunión, el señor Intendente, con el resuello ya aplacado y el
                  pulso más tranquilo, solicitó al comité que bosquejara y le hiciera entrega de un
                  memorial con nuestro petitorio. Esto, dijo, con el motivo de presentarlo en las
                  conversaciones con los agentes y propietarios de las salitreras. Después,
                  sacándose sus finos espejuelos con  montura de oro, y extrayendo luego un
                  pañuelo blanco plegado en cuatro dobleces perfectos, prometió hacer todo lo que
                  estuviera en sus manos para que los industriales salitreros aceptaran las
                  peticiones que, por lo que acababa de oír, encontraba bastante razonables —
                  «procedentes», dijo, escudriñando sus espejuelos a trasluz—. «Pero mientras
                  tanto», comenzó a argüir circunspecto el señor Intendente, apoyado esta vez por
                  sus encumbrados acompañantes, en especial por el abogado, señor Viera Gallo.
                  «Pero mientras tanto —repitió arrastrando las palabras  y frotando lenta y
                  meticulosamente los espejuelos con su pañuelo olorosito a lavanda, cuya blancura




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