Page 34 - Santa María de las Flores Negras
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                  a los compañeros que aún venían caminando. Los grupos de hombres y mujeres
                  rezagados, en su mayoría gente anciana, llegaban desmadejados de fatiga,
                  apoyados unos en otros. El aperreamiento a través del desierto, la sed y el
                  esfuerzo sobrehumano, había sido demasiado para sus pobres humanidades. A
                  una mujer de la oficina Santa Clara se le había muerto una guagua de dos meses
                  en el camino y, asistida piadosamente por su marido y por otras mujeres de su
                  oficina, llegó dando gritos desgarradores y apretando el cuerpecito de la criatura
                  como si fuese su propio corazón arrancado del pecho. Después nos enteramos de
                  que durante la marcha habían nacido varias criaturas, y otras tantas habían
                  muerto de deshidratación.

                         Ya casi al clarear, desguallangados  de cansancio, demacrados, echados
                  entorpecidamente sobre la costra calichosa del suelo, los amigos conversan junto
                  a una fogata hecha de ramas de tamarugos. Juan de Dios, que como siempre se
                  ha alejado un poco del grupo, llega de pronto tocado por la emoción: en un fuego
                  de más allá ha visto a un poeta ciego llorando mientras recitaba poemas de la
                  pampa, y lo que no alcanza a comprender es cómo un cieguito puede llorar
                  lágrimas si no tiene ojos. Cuando, compungido, hace la pregunta, se produce un
                  silencio general. Todos en el ruedo se miran entre sí, consternados. Y en el
                  momento en que Domingo Domínguez, con el esbozo de una sonrisita lánguida,
                  va a soltar una de sus infaltables cuchufletas, Liria María se adelanta y, mirando a
                  los ojos oscuros de Idilio Montano, en cuyas pupilas ya se reflejan las primeras
                  claridades del amanecer, dice cariñosa:
                         —Es que las lágrimas brotan del alma, pues, Juan de Dios.








































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