Page 32 - Santa María de las Flores Negras
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                  marcha. Pero ni el muchacho ni ninguno de los amigos lo ha visto durante toda la
                  jornada. «Debe ir caminando a la cabeza», dice Gregoria Becerra.

                         —Si es que no bajó a Iquique bien  sentadito en un coche de tren —
                  masculla por lo bajo Olegario Santana.
                         Cuando los últimos resplandores del sol rojeaban en la cresta de los cerros
                  pelados, con el último aliento de nuestro cansancio, comenzamos a sentir de
                  pronto la humedad del mar en el aire. Inflando los pulmones a toda vela,
                  aspirábamos con fruición la refrescante brisa con olor a yodo proveniente del
                  litoral. «Respire hondo» le viene diciendo Idilio Montano a Liria María. «Según
                  decía mi abuela, la brisa del mar es tan  vivificante como un caldito de pollo».
                  Enamorados hasta los tuétanos, los jóvenes de nuevo se han ido quedando atrás
                  en la marcha y caminan mirándose a los  ojos en un estado  de enternecimiento
                  casi lastimoso. Esa languidez aguada  que en las miradas de los otros es
                  cansancio, en las pupilas suyas no es nada más que amor.
                         De pronto, un poco más atrás de donde vienen ellos, se oyen unos
                  apagados gritos de mujer. Al devolverse ven que es una embarazada a quien la
                  caminata ha apurado el parto. Tirada sobre unos cueros de vacuno ella está a
                  punto de parir, mientras su esposo, un calichero de la oficina Argentina, alto y
                  flaco como los postes del telégrafo, pide desesperadamente que alguien asista a
                  su pobre Chinita. Llorando sin ningún reparo, el hombre dice que él no sabe nada
                  de alumbramientos y, aunque en las calicheras manipula la dinamita como si fuera
                  juguete de niños, en el fondo no es más que un cobarde, pues a la primera gotita
                  de sangre es capaz de desmayarse como  un piñufla cualquiera. Excepto Liria
                  María, en esa parte de la columna no se divisa ninguna mujer, y los hombres
                  presentes, mirándose unos a otros, no hallan qué carajo hacer con la parturienta.
                  Cuando la joven quiere ir por su madre, Idilio Montano le aprieta la mano y,
                  temblándole la voz, le dice bajito que ya no hay tiempo, que él la va a asistir, que
                  algunas veces cuando niño ayudó a su abuela en el atendimiento de más de un
                  parto. Cambiando entonces el tono de voz, Idilio Montano pide a los hombres más
                  viejos que armen un toldo con frazadas alrededor de la mujer, y se da a la tarea de
                  ayudarla a alumbrar. Entre los pujos y los quejidos de la parturienta, asistida por
                  Liria María que tiembla de pies a cabeza, Idilio Montano comienza a realizar los
                  manteos que veía hacer a su abuela, mientras va repitiendo bajito, como para
                  entretener a la paciente y darse valor a  sí mismo: «Parto sin dolor, madre sin
                  amor, como decía mi santa abuela».
                         Cuando un instante después el berrear de la criatura resuena rotundo en el
                  eco de la pampa —«¡Un pampinito de tomo y lomo!» anuncia conmovido Idilio
                  Montano—, al tomar y alzar al recién nacido entre sus manos ensangrentadas, el
                  joven herramentero siente  de golpe, con los ojos arrasados en lágrimas, que
                  aunque la marcha se tronche y el movimiento no tenga el éxito esperado, que
                  aunque los gringos pulmoneros del carajo se rían de ellos nuevamente y ganen
                  otra vez como siempre ganaban, él, personalmente, ha logrado algo grandioso: se
                  ha hecho hombre. En estos tres días de huelga ha conocido la férrea solidaridad




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