Page 40 - Santa María de las Flores Negras
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—Lo que todos queremos —remata José Pintor, sacándose el palito de la
boca y apuntando con él a los entrevistadores— es una contestación categórica
para saber a qué atenernos. Punto.
—¡De eso mismito se trata, pues, hermanitas! —intervienen de pronto dos
pampinos de aspecto alcohólico y voz apaisanada que habían estado observando
la entrevista a dos pasos de distancia y no se aguantaron las ganas de
entrometerse.
Tras acercarse al grupo, hablando uno y otro a la vez, los operarios dicen
que ellos son uno boliviano y el otro peruano, que uno trabaja de barretero en la
oficina Santa Clara y el otro de particular en la San Agustín, que se han conocido
durante la marcha, en la cual, además de la amistad y las mentiras para
entretenerse en el camino, han compartido toda la provisión de aguardiente que
traía cada uno —«para pasar el frío de la noche, pues caballeritos, no se vayan a
creer otra cosa»—, y que los dos, al igual que los paisanitos chilenos presentes, lo
único que quieren ahora es una respuesta rápida para volver a sus trabajos. Que
aunque mucha gente cree que nada se va a conseguir con todo este vocerío, que
las autoridades y los señores industriales no van a hacer caso ni un tantito así a
sus reclamaciones, ellos, los que conformaron la gran marcha a través del
desierto, tendrán el honor y la consideración de haber sido los primeros en alzar
sus voces de protesta, los primeros en dar la iniciativa para que nunca más,
carajo, los trabajadores de la pampa salitrera entreguen la oreja así como así, sin
antes reclamar lo que creen justo.
Domingo Domínguez, tras oírlos hablar, se los queda mirando un rato con
malicia. Luego, haciendo mención a la guerra en que Perú y Bolivia combatieron
unidos contra Chile, dice festivo:
—¡Acaba de hablar la Confederación Perú-boliviana!
En medio de la risotada general, y llevado por ese sentimiento recíproco
que nace entre los hombres del vino, el barretero se presenta cordialmente con
ellos.
—Mi nombre es Domingo Domínguez.
Y palmoteando a ambos alegremente, remata guasón:
—¡Para servirles, para servirnos y para que nos sirvan!
Después les presenta uno a uno a sus amigos y termina charlando con ellos
sentados en el suelo, como si se conociesen de toda la vida.
A las hora de la siesta, exactamente a los dos de la tarde, se supo en el
hipódromo que el comité iba a tener una reunión decisiva en la Intendencia, y que
luego se efectuaría una asamblea frente al mismo edificio, a la que podía asistir el
que quisiera. En una polvorienta estampida, todo el mundo se desbandó entonces
hacia la ciudad. Y, una hora después, una gran multitud —formada además por
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