Page 30 - Santa María de las Flores Negras
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                  arrebatados de emoción, la pampa nos pareció entonces lo más hermoso que
                  pudiera existir en el mundo. Como la  mayoría de los marchantes éramos gente
                  venida del sur —los más viejos  se habían quedado luego de combatir en la
                  campaña del 79, y los demás habían llegado hacinados en la cubierta de los
                  buques de carga—, al principio el paisaje nos golpeó tan cruelmente el alma, que
                  nos habíamos sentido como trasplantados a las sequedades sulfúricas de un
                  planeta ajeno. Sin embargo, poco a poco habíamos ido aprendiendo a querer
                  estos páramos miserables, a mirar y admirar su áspera belleza de mundo a medio
                  cocer. Habíamos ido descubriendo su alma oculta, como el tornasolado color
                  mineral de los cerros, por ejemplo; o  la diafanidad prodigiosa de sus cielos
                  nocturnos, siempre ahítos de estrellas y luminosidades misteriosas. O como ese
                  crepúsculo teñido de arreboles que ahora mismo teníamos frente a nosotros y que
                  era como si el sol hubiese estallado en una explosión cósmica justo al llegar a la
                  raya del horizonte. Colosal crepúsculo  que a los hombres más previsores de la
                  marcha ya nos estaba haciendo preparar  las antorchas para iluminar la dura
                  noche pampina que se venía por el oriente.

                         Viendo que alguna gente a su lado ha comenzado a preparar chonchones,
                  Gregoria Becerra comenta con sus amigos que ya está por oscurecer y que hace
                  rato no ve a su hijo Juan de Dios. Llama entonces a Liria María, que camina un
                  poco más atrás junto a Idilio Montano, y le pregunta por su hermano. Ella tampoco
                  lo ha visto. Gregoria Becerra, que hace rato devolvió el sombrero a José Pintor y
                  ahora lleva uno de sus pañuelos de seda en la cabeza, con gesto severo dice a su
                  hija que ya es hora de que le devuelva el sombrero al joven. Luego se encarama
                  sobre un montículo de tierra y, desde allí, iluminada por los rescoldos de un sol
                  agonizante, mira hacia donde la columna se pierde de vista.
                         —¡Dónde diantres se habrá metido este pergenio! —dice preocupada.

                         Como hace un rato a Olegario Santana le ha parecido verlo caminando con
                  un grupo de niños por el otro lado de la línea férrea, se ofrece para ir a buscarlo.
                  Apartado de la columna, lo encuentra junto a una bandada de niños de su edad
                  orinando de cara al crepúsculo en una viril competencia de quién llega más lejos.
                  Olegario Santana se queda observándolo un rato. A él le hubiera gustado, cuando
                  niño, haber sido tan despierto y chúcaro como Juan de Dios, haber tenido una
                  hermana como la niña Liria y una madre como doña Gregoria. Pero él se había
                  criado solo en un caserío al pie de la cordillera y jamás conoció ni a su padre ni a
                  su madre.
                         —Mear de cara al sol produce orzuelos —dice Olegario Santana en voz
                  alta, mientras se pone a orinar un poco más retirado—. Por lo menos eso decían
                  las viejas allá en el campo.
                         —Y parece que usted se lo cree de verdad —le contesta divertido Juan de
                  Dios al verlo orinar de perfil al poniente.
                         —Soy cauteloso —murmura Olegario Santana como para sí.






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