Page 33 - Santa María de las Flores Negras
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                  de los oprimidos, ha encontrado el amor en los ojos de Liria María, y ahora mismo
                  acaba de sentir la indecible sensación de la vida palpitando nueva entre sus
                  manos.

                         Tres horas después, mientras la columna camina bajo la luna llena, cuyo
                  fulgor onírico vuelve fantasmal la alta noche pampina, Idilio Montano aún parece
                  aturullado por el acontecimiento. Tomados de la mano, Liria María debe tironearlo
                  a cada rato para que no se quede como embobado contemplando un punto
                  invisible en el aire. Y es que, además, le cuenta emocionado él, la madre de la
                  criatura le ha dicho que le pondrá su nombre.

                         —Imagínese, si es como si fuera mi propio hijo.
                         A la luz de la luna, Liria María ve fluir un torrente de lágrimas en los ojos de
                  Idilio Montano. Nunca en su vida ha visto llorar a un hombre. En un súbito
                  arranque de ternura, la joven le seca  las mejillas con las manos y lo besa
                  suavemente en la boca, sólo rozándole  los labios. Cuando vuelven a mirarse,
                  todas las estrellas del cielo pampino parpadean diáfanas en los ojos sorprendidos
                  de ambos. Es el primer beso de amor que ella regala y el primero que él recibe en
                  su vida.

                         A primeras horas de la madrugada, enteleridos de frío y casi al borde del
                  desfallecimiento, los que conformábamos el grueso de la columna llegamos a las
                  lomas de Alto Hospicio. Allí esperaba un destacamento de soldados con órdenes
                  de no dejarnos bajar al puerto sino hasta  que el día aclarara. Los uniformados,
                  una compañía completa de efectivos del  Regimiento de Caballería de Iquique,
                  empezaron a revisarnos a todos,  uno a uno, a medida que nos íbamos
                  reagrupando. Mientras algunos contemplábamos maravillados el fulgor de la
                  ciudad dormida junto al mar allá abajo,  los soldados abrían morrales, extendían
                  cueros, desarmaban retobos y requisaban todos los zarandajos que, según ellos,
                  constituían armas.

                         Y es que ocurría que en Iquique se había corrido la bulla que una
                  enardecida horda de huelguistas bajaban de la pampa con actitudes hostiles y
                  belicosas. Y durante toda la noche los ingleses dueños de salitreras, los vecinos
                  principales y las damas de copete alto, aterrorizados por el rumor de que íbamos a
                  entrar a saco en la ciudad, no durmieron pensando en las calamidades que ese
                  tropel de rotos asoleados podría perpetrar en contra de sus personas y, muy
                  especialmente, de su sacrosanta propiedad privada. Sólo los comerciantes de
                  menor cuantía y, sobre todo, los dueños de garitos y prostíbulos, que en el puerto
                  eran legión, se sobajeaban las manos de gusto —y hasta subieron el precio del
                  licor los muy cabrones— pensando en el gran comercio que se iba a producir con
                  toda esa masa de pampinos sedientos que bajaban a pie desde los salares del
                  mismísimo infierno.
                         Después de la revisión —Olegario  Santana escondió bien su corvo—, y
                  vigilados siempre por los militares, nos dimos a la tarea de encender algunas
                  fogatas. Más que para capear el frío, era para que su resplandor sirviera de señal




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