Page 37 - Santa María de las Flores Negras
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                  extrañeza, pues a ellos tampoco les permitían traspasar el cerco—, o la que venía
                  buscando encontrar un familiar o algún amigo entre nosotros, la tribuna de primera
                  clase del Club Hípico debía de presentarles un aspecto extraño. Acostumbrados
                  seguramente a ver las aposentadurías ocupadas por damas de copete alto y
                  elegantes caballeros de frac, ahora las veían repletas de rotos fornidos, de
                  mujeres y niños en cuyos rostros tostados por el sol de la pampa aún se notaban
                  las huellas de la agobiante caminata.

                         Despernados, agotados como bestias, nos habíamos repartido en
                  numerosos grupos a lo largo y ancho del recinto deportivo. Y mientras algunos
                  compañeros no paraban de reclamar contra la inopia de las autoridades y el rigor
                  grosero de los soldados, otros, los más debilitados por el esfuerzo, echados a la
                  sombra de los pocos galpones que componían el hipódromo, con los pies
                  agrietados y llenos de ampollas, o padeciendo el escozor terrible de las ingles
                  escaldadas, se quejaban de la falta de  agua para asearse un poco. Algunos
                  pedían que por lo menos los dejaran ir a darse un piquero en el mar que azuleaba
                  ahí, a unos cuantos pasos del recinto. «Olemos a sobaco de comanche, paisano»,
                  se decían, esbozando apenas una sonrisita lacia. Y hasta en la pista donde
                  corrían los caballos, bajo un sol que a esas horas de la mañana ya quemaba como
                  el diantre, se veían hombres durmiendo su cansancio feroz a pata suelta.

                         En un sector del hipódromo, junto a una de las grandes pipas de «agua
                  para beber», dispuestas por las autoridades municipales, Olegario Santana y sus
                  amigos descansan sentados en el suelo.  Mientras José Pintor, con sus pies
                  hechos una miseria, se da a la tarea de rebanarse los ojos de gallo con su vieja
                  navaja de afeitar, Juan de Dios, con el resplandor del mar aún cegándole los ojos,
                  le pide a su madre que por favor lo deje ir a conocerlo de más cerquita.
                         —Sólo para bañarme los pies y me vengo al tiro —le ruega.
                         Idilio Montano tampoco ha estado nunca  cerca del mar. Sentado junto a
                  Liria María, mirando con asombro los  dos buques de guerra anclados frente a
                  ellos, le dice al niño que él también  quisiera ir, pero que los soldados no están
                  dejando salir ni entrar a nadie del recinto. Y dirigiéndose a sus amigos se lamenta
                  de que las autoridades los estén tratando como si fueran forajidos de la peor
                  especie. Que esa no era la manera en que él había pensado que los iban a recibir
                  en Iquique.
                         —¿Acaso el jovencito se había soñado un recibimiento con banda de
                  música? —dice sarcástico Domingo Domínguez, coronando su mofa con una
                  carcajada que le hace meterse los pulgares rápidamente a la boca, pues el
                  enflaquecimiento de la caminata le ha aflojado aún más la placa dental y casi se le
                  sale disparada.

                         Gregoria Becerra, que al saber el incidente del parto en la marcha ya no
                  mira al volantinero con tan malos ojos, dice que el joven tiene razón, que tanto
                  soldado rodeando el local da mala espina.






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