Page 28 - Santa María de las Flores Negras
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Cerca de las cuatro de la tarde, el calor comenzó a mermar y se dejó venir
el viento. El terroso viento tardero de la pampa. El mismo viento áspero que en las
calicheras, mientras triturábamos piedras grandes como catedrales, nos fregaba la
cachimba mordiéndonos la piel, irritándonos los ojos y dejándonos un kilo de tierra
en las orejas, en las narices, entre las junturas de los dientes y en la taza del
ombligo. Y a la par con el viento, para regocijo de los niños mayorcitos de la
columna, gigantescos remolinos de arena empezaron a formarse en el horizonte,
atravesando furiosamente las llanuras blancas.
El que más se alegra con la salida del viento es Idilio Montano. El
volantinero, que se las ha arreglado durante toda la jornada para quedarse al
rezago junto a Liria María, festejándola, galanteándola, cortejándola
inconscientemente con la mirada, con su cuerpo, con los gestos nupciales de un
gallito castizo, viene ahora tratando de seducirla con una entusiasta charla sobre
el juego de volantines, iniciándola en sus secretos, revelándole la técnica, la
pericia que se necesita para hacerlos corvetear en el aire, o mantenerlos quietos
contra el cielo como si fueran el lucero de la tarde. Con la afabilidad y
consagración de un viejo preceptor rural, la viene introduciendo en las reglas, en
los estatutos y normas que rigen las competencias de volantineros profesionales, y
que si ella quiere él podría comenzar a prepararla para participar juntos en el
campeonato de la oficina del próximo año. Y quien no le dice —le susurra ya en
franco delirio amoroso— que a lo mejor quedaban clasificados para el gran
Campeonato Provincial de Volantines que se iba a llevar a efecto para las
festividades del centenario de la República, dentro de tres años; campeonato del
que ya todo el mundo habla en las salitreras y que para él ha llegado a convertirse
en el gran sueño de su vida. Qué le parece, señorita Liria María. Y aprovechando
que acaba de salir el viento, con unos cuantos dobleces rápidos, le fabrica una
cambucha con la portada de un ejemplar del diario El Pueblo Obrero. Luego, del
bolsillo interior de su paletó saca un pequeño ovillo de hilo. «Todo volantinero que
se precie, lleva siempre su canutito de hilo en el bolsillo», dice con un dejo de
orgullo profesional, mientras mide, ata y prueba los tirantes con gravedad de
experto en la materia. Después, al ver a Liria María elevando la cambucha feliz de
la vida, contándole excitada que su padre le había dicho alguna vez, cuando ella
era una niña, que en Talca, su tierra natal, a la cambucha la llamaban chonchona,
Idilio Montano le promete, desleído de amor, que llegando a Iquique le va a
confeccionar un volantín como Dios manda, con cañas, colapí y papel de seda, y
que le pedirá permiso a su madre para ir a elevarlo juntos a la orilla del mar.
Y como él también, igual que ha hecho José Pintor con Gregoria Becerra, le
ha prestado su sombrero a Liria María, en un instante en que el viento se lo vuela,
luego de alcanzarlo y ceñírselo él mismo, se la queda viendo fijamente a los ojos.
Embelesado ante el aspecto infantil que presenta la muchacha auroleada por el
ala oscura del sombrero de hombre, sin poder reprimir el impulso de su corazón,
Idilio Montano le toma la cara entre sus manos y le dice, temblando:
—Es usted tan hermosa.
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